domingo, 26 de noviembre de 2023

Gansos, pavos y volcanes


Los gansos mordían. Pero, a diferencia de los perros, los gansos daban miedo. Eran seis; cuatro blancos y dos habanos, siempre juntos graznando al unísono, desafinados. Yo tenía mis tácticas de evasión. A cierta velocidad y en línea recta, podía escapar en la bici; y me gustaba probarles que, en ciertas circunstancias, yo podía pasar entre ellos a pesar de que me superaban en número. Yo no entendía qué le veía de bueno mi abuelo a esas seis bestias emplumadas que amedrentaban más que un encierro. 

Los pavos reales eran otra cosa.  A esa pareja la seguía a poca distancia y ellos, respetuosos y serenos, se dejaban admirar.  El macho arrastraba su cola, el cuello erguido, lento y despreocupado. La hembra, vestida de pardo y verde, le seguía el paso con discreción y aplomo. 

Mi familia convivía con la belleza del paisaje y los animales sin acostumbrarse. Cada vez que el Cotopaxi se dejaba ver de cuerpo entero, alguien avisaba a los demás. Lo mismo cuando el pavo se ponía ostentoso y mostraba su plumaje tornasolado en abanico. Todos dejábamos lo que estuviésemos haciendo y salíamos a contemplar juntos esa belleza, imponente o exótica, que se nos daba por un momento. Luego venían las nubes a ocultar la nieve del volcán, el pavo se cansaba de pavonearse y volvía a arrastrar la cola. Cada uno volvía a sus quehaceres con una sonrisa dilatada. 

Al atardecer, encendíamos la chimenea y escuchábamos los graznidos desafinados de los gansos. Y hasta eso lo recuerdo como una melodía que, hasta ahora, me descansa. Creo que por fin comprendo qué veía mi abuelo de bueno en sus gansos. 



lunes, 20 de noviembre de 2023

Un pecado nada original


Poco a poco se van perdiendo las raíces de las palabras y sus acepciones iniciales. Es lo que pasa con la palabra original, que ha quedado como antónimo de lo que era al principio. Cada vez que me encuentro esta palabra, alude a algo único, que no tiene igual. Y me puse a pensar que, con este uso cada vez más frecuente, menos se entendería con el tiempo la expresión pecado original, es decir, de origen, de nacimiento, de naturaleza. Y como la naturaleza es el origen de todos, de singular no tiene nada. 

Yo este pecado nada original, en el sentido de que no tiene nada de excepcional y de él no hay quien se libre,  lo experimenté desde muy pequeña y a conciencia. Con sólo tres añitos, decidí que me aburría y que había que hacer algo para crear algo de diversión. Yo era la única hija, nieta y sobrina de mi familia. 

Mi madre estaba embarazadísima de mi primera hermana y no andaba para muchos trotes. Mi padre estaría ocupado con el periódico. Mis abuelos trajinando; él en el campo y ella en la cocina. Había casa llena, así que imagino que mis tíos y tías estarían cada uno en sus cosas y no les apetecería jugar con la niña de par de mañana. Pero la niña quería jugar.  Y jugó, al escondite. 

Entré en el cuarto de huéspedes, mirando muy bien que nadie me viese, y me metí debajo de la cama. Al principio no fue nada divertido. Tardaron un rato en echarme de menos y la espera se hacía cansina. Pero recuerdo el morbo. Esa sensación de estar montando un escenario en el que se estrenaría una obra,  orquestada por una manipulación, pero arte al fin. Era muy consciente del montaje y que entre la picardía andaba también la mala baba, allí, bajo la cama, con frío, respirando el polvo del suelo. 

Empezó el primer acto. –¿Alguien ha visto a AnaCó?, dijo mi madre. "No", "yo tampoco", "estaba fuera," "yo la vi en la cocina", "estaba por aquí", "¿se habrá ido con papá?". Comenzó la búsqueda. Me llamaban por mi nombre, al principio con tranquilidad. Luego el tono y la tensión subían, como la espuma de la leche recién ordeñada en la olla que hervía, antes del desayuno. Lo que hizo que se derramara, no lo tenía previsto. 

Mi padre era parte del gobierno entonces, el primero después de la dictadura del Bombita Rodríguez. Por lo visto, recibía amenazas. Incluso a mi madre, en un acto público, se le acercó alguien y le endilgó un papelito en la palma de la mano, que llevaba un mensaje intimidante. Así que, mis padres no andaban para bromas de desapariciones. 

La casa de la hacienda, por entonces, estaba muy apartada del pueblo. Los caminos de tierra que llevaban hasta allí no los transitaban sino las vacas y se podía escuchar perfectamente cuando se acercaba un coche. Yo escuchaba plácidamente los pasos apurados, los gritos, se me subía el corazón al gaznate cada vez que alguien entraba a la habitación de huéspedes, esperando que de repente mirarían bajo la cama, me agarrarían de un pie, me arrastrarían fuera de mi guarida y me llevarían delante de mis padres para que me cayera la que tuviese que caer. 

Para mala suerte de todos, nadie me encontró. Y alguien de repente dijo: yo oí un coche. Sin pensarlo mucho, ataron cabos: "estaba fuera", "oí un coche", las amenazas; ergo, la secuestraron. Y en ese momento aquello pasó de comedia a drama y de drama a tragedia. Mi nombre se escuchaba entre sollozos. Lo que se oía por toda la casa era el llanto imparable de mi madre, embarazadísima e impotente, a mis tíos corriendo por las habitaciones, unos, por el jardín otro, a mi abuelo entrando por la puerta: "acompáñame y vamos a buscarla, tengo el revólver en la camioneta". 

Se me había ido de las manos y lo sabía. Lo que no sabía es cómo salir de debajo de la cama, tras una media hora larga de haber estado allí observando la que había montado, callada como una muerta. ¿Cómo lo justifico? Y, claro, la única manera de salirme por la tangente era mintiendo. De directora, pasé a ser protagonista y a prepararme para la interpretación de mi vida. Y allí que me planté, forzando bostezos y carita de desconcierto; huyendo hacia delante y preguntando con falsa inocencia, ¿qué pasa?

Mi padre me tomó del brazo, me clavó una mirada que me desarmó y me dijo escuetamente: ven a pedirle perdón a tu madre. Entré en la habitación. Mi madre estaba allí, con su vestido pre-mamá, la cara roja, hinchada, llorando como una recién nacida. No sabía si me abrazaría, me daría un sopapo o ambas consecutivamente. Yo sólo pedía perdón, la acariciaba y pedía perdón. Ella sólo lloraba. No recuerdo la reacción de nadie más, sólo mi madre hecha unos zorros por mi culpa, sufriendo sin motivo porque la niña se aburría, quería jugar y jugó con lo que no debía. Tenía tres años. Y supe en ese momento que ser malo es facilísimo. Y que para llegar a la inocencia, hay que pelear con los demonios que nos habitan, desde el origen. 


miércoles, 27 de abril de 2022

Planes como flanes

Que la vida no sale como uno la planea, lo sabe bien cualquiera que haya pasado la barrera de los 30. A partir de ahí, podría hacer una burda generalización y decir que, más o menos en ese punto, empiezan a bifurcarse las vidas en dos grupos: los que saben ser felices con lo que tienen y sacarle el máximo partido y los que van acumulando amarguras, empecinados en rumiar los sueños y deseos que no se dieron como lo habían planificado. Lejos de mí sugerir cualquier tipo de conformismo. A lo que me refiero es que, sólo podemos construir a partir de lo que hay y desde el presente. Sólo desde ese sabio realismo se puede mirar hacia un ideal e ir a por él. 

A los 25, mi futuro consistía en una fulgurante carrera académica. A los 35,  en una fulgurante carrera en comunicación corporativa y a mis 45 empiezo nuevamente a vislumbrar hacia dónde quiero encaminar mi vida mañana, jueves, con mi modesta "to do list". No miro ni muy lejos, ni muy alto. Sólo trato de mirar más hondo. Me ha costado lo que llevo de vida aprender algo que habían tratado de enseñarme desde mi más tierna infancia. Cuando empecé a andar (antes de cumplir un año para desgracia de mi madre), la santa mujer ya me había enseñado la única receta para una vida feliz y colmada: un paso después de otro. Casi medio siglo después, empiezo a comprender qué tan certero era el consejo, para cualquier ámbito de la vida. 

Tras unos años de tropiezos, caídas y colosales leñazos, a causa una salud más bien precaria y una porción de mala suerte, nada salió como había planeado a los 25, ni a los 35. Como dicen (y dicen bien) que la vida empieza a los 40, llevo apenas 5 años cumplidos, con la ventaja de que ahora ya me tomo en serio lo de los pasitos consecutivos. 

Procuro disfrutar de las temporadas en las que estoy hecha un toro y acepto mejor las que no pueden ser tan productivas como me gustaría. A veces mis pasos son largas y ágiles zancadas, otras son lentas y cortas pisadas (veo pasar a las hermanas tortugas como flechas). Lo que cuenta es no dejar de avanzar hacia el ideal, como buenamente se pueda. Cada uno, fiel a la vocación personal que viene inscrita en el misterioso nombre que se nos revelará en la vida eterna, va esculpiendo su historia en el tiempo. Y se va haciendo patente en la medida en que se avanza, sólo así. 

Pero, para avanzar, ese ideal que da sentido a todo, debe estar claro. Caminar hacia adelante y avanzar no es lo mismo. A veces se avanza retrocediendo. Tirar pa´lante –sin más– no vale. Ese ideal que, como todo fin verdadero sólo se encuentra en el principio, no puede ser un fin externo: cargos, dinero, publicaciones, éxito medible. El más alto ideal es vivir de manera que Dios y la propia libertad, jugando la partida de la vida como un partido de dobles, lleguen al final como si fuesen un sólo jugador. 

No hay un partido igual a otro, sólo está tu partido. Dar todo, disfrutar del esfuerzo, de las jugadas redondas y de las bolas fuera, de la facilidad que da la práctica, de las dificultades de los comienzos continuos, de los masajes suaves y las rehabilitaciones duras tras una lesión. Seguir en el torneo con tu compañero, siguiéndole el juego. Un paso detrás de otro. Un golpe, un punto, un set. Final del torneo: todos habremos ganado. 


domingo, 9 de enero de 2022

Propositología

 Fiel a mi impuntualidad respecto a lo que marca el Κρόνος, empiezo a elaborar mis propósitos para el nuevo año con el inicio del Tiempo Ordinario de la liturgia católica. Para mí, hace sentido (fiel a lo que sugiere el καιρός) esperar a que pase la vorágine de las fiestas y el chute de adrenalina colectiva que nos inyectan las campanadas, para pararme a pensar qué quiero proponerme para 2022. Lástima que el inicio caiga en lunes, que es el día de la semana que sustituye a la Nochevieja cuando el tiempo corre, tan corriente, que necesitamos un placebo para la novedad. Aún así, hoy me dispongo a meditar sobre mis propósitos, a concretarlos y, ¡ay! lo más difícil, comprometerme en alcanzarlos. 

Una de las ventajas de ir a rebufo es que, mucha gente ya ha compartido sus recién estrenados propósitos por distintos medios. Benditos sean. Me dan ideas magníficas que puedo copiar sin pudor y sin pagar regalías. Quienes intentan recomenzar en el camino de la virtud, suelen tener mucho en común con otros ("mon semblable,— mon frère") que tratamos, trastabillando, de tonificar el alma, una vez más. Las concreciones y ejemplos son variadísimos, de modo que puedo hacer variaciones sobre los temas centrales, mis propios arreglos a la misma melodía. Lo único verdaderamente original consiste en hacerlo yo y ahí está el reto del compromiso y el poco o mucho margen para la novedad. 

Incluso es muy de agradecer que algún amigo declare públicamente su primer fracaso y lo haga tan deportivamente como Enrique García-Máiquez sabe hacerlo. Esa capacidad de driblar los obstáculos de los escrúpulos, bien vale un propósito. Nada cae en cántaro roto. También los fracasos iluminan (y consuelan, ejem.) Yo, que en breve estaré equidistante a los 40 y los 50, me voy conociendo y prefiero hacer pocos propósitos que sean asequibles, sin renunciar al esfuerzo de conseguirlos, si salieran de suyo, no necesitaría proponerme nada. Y tan ingenua no soy, respecto de mí y de la naturaleza humana. 

Otros aportan clasificaciones que no están de más para afinar la puntería y no andar mezclando churras con merinas. Ricardo Calleja dejaba un hilo de autoayuda que con el trajín del 31 de diciembre habría pesado como una loza y, en cambio, hoy se hace más digerible para dirigir la Propositología a buen puerto.  Y cómo no, están los resúmenes de 2021 con las mejores lecturas, series y películas que, con calma, se ven con perspectiva y realismo. ¿Cuántas de estas maravillas haré caber en este año? Realismo que compite con lo que cuentan muchos que les han traído los Reyes y que engrosan la lista de deseos que espero ver cumplidamente leídos. 

No hablaré de mis propósitos, aunque agradezco infinitamente a quienes me han ayudado, de una u otra manera, a formularlos. Prefiero ir cumpliéndolos y que se noten, o que los note –y lo anote– yo, para empezar. Y para cerrar con broche de oro el tema del tiempo litúrgico y los propósitos para ensalzar lo cotidiano, este año ha coincidido este día con el 120 aniversario del nacimiento de San Josemaría Escrivá de Balaguer, el santo de lo ordinario. Así que, mi lista lleva puesto el sello del patrón, por si me faltaran motivos para la esperanza o fortaleza para no decaer en el empeño. Más no se puede pedir. 



miércoles, 22 de diciembre de 2021

La crisis del todo por la parte

 Séneca describe bien los síntomas de una crisis de identidad, (de los 30, de los 40, de los 50 o como quiera llamarse):


"Todo lo que hice hasta estos mismos instantes, quisiera mejor no haberlo hecho: cuando reflexiono sobre lo que dije, envidio a los mudos: todo lo que deseé lo considero maldiciones de los enemigos; solamente lo que temí, justos dioses, fue mejor que lo que ambicioné. Rompí las amistades con muchos y (...) ni de mí mismo soy amigo todavía." 

Lo más llamativo, quizá, es esa enmienda a la totalidad: "todo lo que hice, dije y deseé", que siempre tiene una carga excesiva. Cada vez soy menos amiga de las enmiendas a la totalidad. Quizá Séneca, que no era cristiano, no habría meditado suficiente la sabiduría que esconde ese cuidado que Dios pone en no llevarse el trigo con la cizaña. 

Eso sí, es más fácil dar esquinazo al todo que examinar las partes. El todo siempre tiene el riesgo de quedarse en algo abstracto, general. Las partes son lo concreto: los errores, las faltas, las culpas singulares: eso que hice o dejé de hacer en aquél momento, eso que dije o no dije en aquél otro, ese deseo que dejé que creciera, ese otro que dejé que se marchitara. En una conversación de media hora, lo que dije durante esos dos minutos, en aquél encuentro de días lo que hice durante esa media hora. Dentro de aquél deseo, ese matiz.

Sólo en lo concreto hay redención. De lo contrario se rompen amistades, como bien dice Séneca, con otros y con uno mismo. Y es que en esa manera de juzgar el todo es seguro que hay más posibilidades de llegar a un juicio equivocado. Y empezar a corregir el rumbo con un juicio injusto, no parece que tenga muchas posibilidades de llegar a buen puerto.

Vamos siendo en el tiempo, distintos y los mismos. El tiempo trae esas pequeñas partes que formarán, algún día e inevitablemente, un todo irrompible. Entonces y sólo entonces observaremos el valor de cada parte, de cada cosa pequeña que hicimos u omitimos, que en cada minuto estuvimos siendo. Así mirado, además de entronizar lo pequeño y lo presente, podemos también liberarnos del pasado que pesa como muy poco o demasiado. La enmienda a la totalidad es síntoma de pereza y vanidad: pereza para examinar la parte y vanidad para creer que todo cabe en un juicio humano. 

Mejorar en pequeñas oportunidades es asequible a cualquier bolsillo, incluso cuando el alma parece andar en números rojos. Quién fui o quién seré, esa no es la cuestión. Andar buscándose donde no se está, en un tiempo descolocado, es la mejor receta para no encontrarse nunca. Juan Ramón lo dice como sólo a él sale: 

Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo (...)

Cómo voy a ser yo si me empeño en negar mi tiempo, mi parte, mi pequeño tesoro escondido en este mismo segundo. 


¡Feliz Navidad!