miércoles, 19 de febrero de 2025

Cocinando



Hoy he querido caramelizar unas nueces y se han quemado. Cada vez me gusta más la cocina, sobre todo porque allí no hay engaño posible. Cada ingrediente, cada preparación te confronta con la destreza o la torpeza sin que haya manera de ponerles ningún disfraz. Y cada paso te mide con el tiempo. 

Más allá del fracaso de las nueces, me he propuesto dominar la caramelización. Dar con la cantidad justa de agua y azúcar y con el tiempo exacto que deben estar sobre el fuego. Y atinar con la intensidad del calor, que esa es otra. Como digo, cada paso es un reto lleno de detalles con importancia. 

Estoy en el campo y me ilusiona salir a buscar los frutos que esta tierra obsequia con una generosidad voluptuosa. Hoy he salido a por higos. En este lugar equinoccial apenas hay fruta de temporada porque, entre la tierra joven y el clima subtropical (en el que el verano y el invierno se suceden a trompicones a lo largo del día) los frutos no paran de madurar durante todo el año.

Por nuestra negligencia, pereza o exceso de faena, los pájaros suelen adelantársenos y los higos más grandes y maduros se quedan en el árbol mostrando el buen gusto que tienen para elegir los petirrojos. Aún así, me he llevado unos veinte higos listos para comer. 

Con un hervor de 10 segundos y un chapuzón de 3 minutos en agua helada, pelarlos resulta sencillo. Les he hecho una cruz en todo lo alto y con esa bendición implícita han aguardado a la reducción de vino dulce. Vino de la casa, por supuesto. Porque este campo, antes de ser un campo de aguacates fue un viñedo. Nos quedan todavía unas cuantas decenas de botellas de San Nicolás, hecho con una variedad de uva blanca dulcísima y sin semilla  –Italia–   que era una auténtica golosina. No duraba ni cinco minutos el racimo en el frutero. Que me perdone Pedro Ximenes, pero mi intento de iniciar nuevas tradiciones de familia, va por delante. 

También he ido a por limas para confitar. Con gran cuidado he obtenido una peladura muy fina. Las hebras de lima han ido a la reducción y le han dejado un aroma especialísimo. Ellas también se han impregnado de azúcar y vino hasta despojarse de su natural acidez, pero sin renunciar a su sabor propio: compartir, intercambiar, unirse y seguir siendo cada uno distinto y mejor. Un plato bien hecho es como un buen matrimonio.

El corazón de cada higo ha bebido bien de reducción y han ido todos al horno con un cachito de mantequilla. Mientras se horneaban, he esculpido unos bastoncillos de hojaldre, que con las prisas, me han quedado un poco bastos. Salen los higos, entra el hojaldre y –en poco minutos– ya estaba emplatando. 

Abiertos los higos, como la flor que son, sobre el plato; con sus hebras de lima y los bastones flanqueando el ramillete han desfilado hacia la mesa. Comensales encantados. Mañana les toca a las naranjas. 


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