Las oportunidades vienen en el momento menos pensado. Cuando parece que todas las puertas se han cerrado a cal y canto, de pronto se abren varias a la vez, como en un espectáculo que se ha preparado especialmente para dar un golpe de efecto inesperado.
"Los tiempos de Dios son perfectos", repite convencida la certeza, sin mérito alguno, tras constatar un hecho. En tiempos de incertidumbre, cuando la impaciencia y la desesperanza ganan casi todas las batallas, hay un resquicio en el alma que resiste y balbucea algo parecido a un acto de fe. Esa tímida y temerosa voz mueve montañas.
A veces la vida esboza sonrisas amplias, coquetea. Basta una insinuación para despertar aquello que dormía de aburrimiento: el optimismo, las ganas, la fuerza. Basta con un pequeño signo, un parpadeo intencional, para poner en marcha capacidades latentes. Es necesaria esa chispa milagrosa que produce el cambio, el paso de la potencia al acto.
Cuando las cosas van bien, y más en pleno noviembre, se echa de menos a quienes ya no están para compartir alegrías. Y no sólo a los difuntos, también a quienes se quedaron en el camino, en otras épocas, sepultados por capas más o menos gruesas de tiempo. Hay muertos voluntarios a los que también extraño.
No deja de ser desconcertante que, cuando parece que la vida empieza a ser más plena, todo puede acabar definitivamente.
Da igual si gorda o flaca,
en cualquier rato puede
morírsenos la vaca.
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