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miércoles, 24 de junio de 2009

Escrituras

Alguien se dejó ayer Las bibliotecas perdidas, de Jesús Marchamalo, en la mesa del ordenador. Y aunque de ya noto abundante el cansancio en los ojos (a pesar de las gafas) no me pude resistir y empecé a echarle un vistazo. Elegí un artículo al azar: "En las horas de oficina"; que cuenta (narra y contabiliza) los escritores que dedicaron gran parte de su vida a un trabajo de despacho, burgués y corriente. Tipos como Pessoa, Kafka, Stevens, Rulfo, Benedetti o Kavafis repartieron su tiempo entre la literatura y las tareas de funcionario público o vendedor de seguros. Muchos tenían un horario cómodo, otros tenían que pelearlo, y otros, cómo no, sencillamente escribían en horas de oficina. Contra la idea romántica del escritor que vive para la literatura afincado en una casita blanca en las faldas de una loma del mediterráneo, donde el sol baña su amplia terraza con vistas a una playa solitaria, este articulito de Marchamalo empuja a pensar que "el sosiego de lo vulgar" aviva la imaginación y que "los entornos aburridos son los mejores para escribir".

A raíz de estos comentarios recordaba la época en que escribí mi trabajo de investigación. Fue una época agridulce, repleta de dificultades de principiante (¿a esto se dedican los profesores de universidad?) y descubrimientos tardíos (de vocación: poeta). Una biblioteca callada, repleta de investigadores como envasados al vacío, un pila de libros indescifrables (Sprachen sie Deutsch?) y un tema (¿hay algo más vulgar que la moda?) que no me convencía nada, pero nada, nada. Y fue precisamente en ese entorno donde empecé a aprender a leer y escribir poesía (y sigo aprendiendo).

Por eso cuando miro el blog, tan abandonado, mi cuadernillo de versos en blanco y la pila de folios de la tesis creciendo, pienso que ha cambiado algo, aunque todavía no sé muy bien el qué. Creo que ahora me gusta el tema que trabajo en la tesis, y aunque a veces tengo que pasar por lecturas aburridas, en general me divierto, porque aprendo. No me quedan ojos, ni energías, ni tiempo para escribir otras cosas. Al parecer, la musa es celosa y cuando el horario de trabajo empieza a ser un obstáculo para que una ceda a a sus reclamos, se enfada y se esconde; al menos hasta que se le devuelva el privilegio de irrumpir con sus insinuaciones cuándo y dónde a ella le dé la gana.

Por ahora la pobre tendrá que seguir airada durante unos cuantos meses. Sólo espero que el mosqueo no sea tal, que no vuelva a verla por aquí nunca más. Después de la defensa de la tesis ya se verá, dudo que me espere una terraza en la playa del mediterráneo con un Bloody Mary para estimular la creatividad. Quizá el panorama esté más cerca de la oficina de Kafka. Al final, lo que cuenta es tener algo que decir, y junto a eso, como decía Virginia Wolff, "500 libras al año y una habitación con pestillo".



miércoles, 4 de marzo de 2009

CAP

Después de dos semanas de sol, las tormentas vuelven al norte. Y yo, como siempre, me apunto a mi personal naufragio en un vaso de agua. Para hacerlo verosímil dibujo olas gigantes mientras se disuelve un Espidifén y me hago la ilusión de que sobrevivo sobre un cascarón de nuez en la mar embravecida. Y todo por menos de nada. Esta semana la consagro a los trabajos del CAP y me sorprendo a mí misma echando mano sin piedad, con la derecha del remo de la locuacidad y con la izquierda del remo de la retórica. Sólo creo que hay una cosa peor que dedicarme a esto durante tres días: dedicarme a esto durante todo un año (que es lo que durará el nuevo máster de enseñanza.) En fin, que sin ofender, para gustos las carreras. Pero tanto PEC, tanto CAP y tanto papeleo aturde, seguro, hasta al más pintado. Tácticas de demolición intelectual, las llamo yo. Cada vez me convence más la sana inseguridad de los trabajos freelance y la independencia de los dictatoriales dictados de los ministerios (y ese sutil método de tortura que es el ahorcamiento por trámites y papeleo inútil. Por ahora sigue fuera del código penal... ya se verá.) Quizá Amnistía Internacional vuelva a nosotros sus ojos. Yo vuelvo a mi vaso de tormenta diluida y a los capítulos de El Adolescente y sus Retos que sirven también para la crisis de los 30. En fin, al lío. Y que Dios nos guarde de la burocracia. No por casualidad me toca terminar los trabajos en plena Cuaresma; sírvanme de penitencia...

martes, 27 de febrero de 2007

De oficio, maestro

La hermana de una amiga mía tiene un oficio de solera. Es bordadora en un taller sevillano. Allí, con puntadas de hilo de oro, el arte de las niñas de la generación iPod se entrelaza con una tradición de siglos. Bordan mantos para la Virgen y en Semana Santa, la Señora baila arropada por miles de minuciosas puntadas, al compás del paso de los costaleros. Es de esos pocos oficios en los que todavía hay aprendiz y maestro; esa estrecha relación en la que a fuerza de trabajo conjunto, los secretos de la devoción y del buen hacer se cuelan de una generación a otra, calladamente, poco a poco.

Hace tiempo, en las universidades también había esta relación de discípulos y maestros, y los neófitos aprendían, no sólo de las lecturas solitarias bajo la luz mortecina de una biblioteca, sino del roce con los mayores. Presenciaban su relación con los libros, los minutos largos y tensos que precedían al dar a luz una idea. Los trabajos manuales, las mil maneras de lidiar con la burocrarcia, el reto cotidiano de mantener ordenados los papeles y combinar tantas tareas diversas, difíciles de conciliar con el estudio (aunque no lo parezca).

Ahora hemos inventado un sucedáneo de relación para la universidad masificada: asesoramiento personal, o coaching, que le llaman algunos. Menos da una piedra. A veces me encuentro alumnos/as en cuarto de carrera que, a pesar de su valía y buena disposición, arrastran (¡ya a estas alturas!) un sentimiento de frustración ante su carrera. Los profesores, muchas veces, se han tomado a pecho la labor de exigir, de poner el listón alto, pero se les ha olvidado ese deber arduo que va aparejado a la exigencia: acompañar y guiar.

Guitton dice que“la inexperiencia del cómo hacer es responsable en gran medida de la sensación de desaliento que a muchos les produce sus estudios”*, porque la mayoría de los que enseñan un contenido dejan el método “al azar o a la inspiración”, o dan por supuesto que el aprendiz, o bien ya sabe cómo hacer lo que se le pide, o en todo caso, que adivinará a la primera, lo que incluso a ellos les ha costado años aprender.

Así que lo confieso, me ha dado un poco de envidia ese taller de bordadoras. Y me gustaría que quienes nos dedicamos a la enseñanza, tuviéramos siempre claro que lo más importante que tenemos entre manos es, como dice Alvira, el privilegio de forjar almas, personalidades sólidas de gesto amable. Hay que volver a andar con os novos el camino que nosotros ya hemos andado. No es tan difícil. Se dice con un solo verbo: acompañar.



(*) J. Guitton, El Trabajo Intelectual, Rialp, Madrid, 1977, p. 12.

¡Feliz Navidad!