Así que la abuela primero lavaba el paño y lo dejaba secar junto a la toalla de mano de su baño. Después, deshacía pacientemente cada puntada errática que yo, con gran empeño, había perpetrado. Seco, limpio y sin rastro del hilo que torturaba a la tela, planchaba el paño y empezaba a coser. A mí me maravillaba cómo escribía con las hebras. Templaba lo justo, las distancias entre los trazos eran perfectamente simétricas y la caligrafía que a ella le quedaba era ordenada, elegante y uniforme. Yo creo que lo hacía porque sabía que mi torpeza era incurable y, finalmente, yo no tenía la culpa de no haber heredado sus finas dotes manuales. Hay cosas que ningún denodado esfuerzo es capaz de suplir.
Con estos antecedentes, ya sabía yo a quién acudir para ponerle la cola a la cometa. Sacaba una caja de galletas Morenita, que lucía unos coquetos lunares de óxido aquí y allá, donde guardaba algunos retazos. Una vez me miró con cierta picardía y se lanzó a recortar la manga de una camisa del abuelo que, seguramente, ansiaba sacar de circulación con una buena excusa. Y qué mejor justificación que un servicio al ojito derecho de su marido. Las cometas que llevaban el toque maestro de la abuela volaban las que más. Y toda la torpeza que me caracterizaba en las manualidades, se esfumaba cuando se trataba de correr por un potrero, dejándome llevar por la ilusión de volar junto al viento. Mi papagayo cubista se elevaba a la vez que yo sorteaba los desniveles de la tierra, la hierba y las boñigas. Todo empezaba en la plaza del pueblo. En esos agostos de mi infancia que se han perdido para siempre.
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