jueves, 17 de octubre de 2024

Puntadas y cometas

Tengo dos patrias, que en algún momento fueron una, y en cierto modo sigue habiendo rezagos de esa participación en la unidad. Platón asentiría. Leo a Delibes y se me mezclan los recuerdos de ambas. Recuerdo el pueblo de mi infancia, Pastocalle, en esa época en que la plaza y la iglesia eran el centro de todos. En la plaza se juntaban los niños con los comerciantes sin estorbarse. En agosto, ambos grupos se fundían en los puestos donde se vendían cometas de colores furtivos. Eran papagayos cubistas, hechos a mano con trozos de carrizo y papel. Venían sin cola y los niños competíamos a ponerle la mejor. 

Yo siempre hacía trampas. Las manualidades nunca han sido mi fuerte. De no ser por mi abuela no habría pasado de primero de primaria. Teníamos clases de costura y el “cuaderno” de la asignatura era un hojaldre de paños en los que debíamos coser una variedad insufrible de puntadas. Mi caligrafía con hilo era ilegible, desordenada y chapucera. La abuela no me consentía evadir el esfuerzo (vano) de intentarlo. Cuando le llevaba la tarea, tomaba el paño entre sus manos y se le escapaba una risita burlona que se dignificaba con su mirada compasiva. Casi siempre el paño estaba arrugado en los renglones en los que las puntadas habían torturado a la tela. Además, había perdido el color blanco para acoger generosamente las manchas que mis manos, impregnadas del verde de la hierba y el polvo de los árboles, habían depositado en la cuartilla de algodón. 

Así que la abuela primero lavaba el paño y lo dejaba secar junto a la toalla de mano de su baño. Después, deshacía pacientemente cada puntada errática que yo, con gran empeño,  había perpetrado. Seco, limpio y sin rastro del hilo que torturaba a la tela, planchaba el paño y empezaba a coser. A mí me maravillaba cómo escribía con las hebras. Templaba lo justo, las distancias entre los trazos eran perfectamente simétricas y la caligrafía que a ella le quedaba era ordenada, elegante y uniforme. Yo creo que lo hacía porque sabía que mi torpeza era incurable y, finalmente, yo no tenía la culpa de no haber heredado sus finas dotes manuales. Hay cosas que ningún denodado esfuerzo es capaz de suplir. 

Con estos antecedentes, ya sabía yo a quién acudir para ponerle la cola a la cometa. Sacaba una caja de galletas Morenita, que lucía unos coquetos lunares de óxido aquí y allá, donde guardaba algunos retazos. Una vez me miró con cierta picardía y se lanzó a recortar la manga de una camisa del abuelo que, seguramente, ansiaba sacar de circulación con una buena excusa. Y qué mejor  justificación que un servicio al ojito derecho de su marido. Las cometas que llevaban el toque maestro de la abuela volaban las que más. Y toda la torpeza que me caracterizaba en las manualidades, se esfumaba cuando se trataba de correr por un potrero, dejándome llevar por la ilusión de volar junto al viento. Mi papagayo cubista se elevaba a la vez que yo sorteaba los desniveles de la tierra, la hierba y las boñigas. Todo empezaba en la plaza del pueblo. En esos agostos de mi infancia que se han perdido para siempre.    

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