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sábado, 6 de febrero de 2021

Crecer con el jardín



Dice Josep Pla, que sus recuerdos más nítidos empiezan en la adolescencia. Yo no sabría decirlo, me parece que los míos se remontan a los dos años o tres. Es difícil saber si lo que conservo son recuerdos, o reconstrucciones a partir de fotos e historias que me han contado después.  Las memorias más entrañables están, casi siempre, relacionadas con mis abuelos y mis tías. La casa de la calle Pinto fue la casa citadina de mi infancia. Una casa grande, de tres pisos, que ahora ha sido declarada patrimonio cultural de la ciudad, como tantas casas del barrio de La Mariscal. 

Crecían en el patio delantero, un aguacate y dos arupos jóvenes, uno rosa y uno blanco; a los que mi abuelo cuidaba con mucho esmero. A mí me gustaba trepar por sus ramas, para disgusto del abuelo, que veía que el peso de mi cuerpo diminuto no dejaba de ser una amenaza para las ramas más débiles de los árboles. No deja de tener su no sé qué, ahora que lo pienso, que su preocupación se dirigiera más bien a que se rompiera del arupo, una rama, y no, de la nieta, una pierna. Creo que tenía bastante claro quién corría más riesgo y, hombre justo como era, se ponía del lado del más vulnerable. 

Rezongaba un poco cuando me pillaba en plena escalada, pero le podía la gracia que le hacía verme subir y bajar como un mico. También había un gran árbol viejo, que florecía durante todo el año. Me venía muy bien porque llenaba mi tienda imaginaria con un stock inacabable. Sus flores rojas, como redondos cepillos sin mango, daban mucho juego, al igual que las calas. Los pétalos eran tazas. Mientras que, el pistilo, tras desgranarlo, colmaba los vasitos de cristal que le robaba a la abuela del chinero del comedor, con unos minúsculos granos amarillos que yo trataba de vender;  como especie exótica, a precios desorbitados, a propios y extraños.

En el patio de atrás de la casa, en un pequeño espacio entre dos higueras, crecían con disimulo y discreción unas fresas pequeñitas, que eran mis preferidas. Nunca comprendí por qué no tuvieron más espacio e importancia en el jardín de la abuela. ¡Eran tan sabrosas y tan bonitas! A las higueras jóvenes, nunca llegué a verlas cargadas de higos maduros. Unos años después, cuando yo andaba rozando los primeros padecimientos de la adolescencia, vendieron la casa. Y los higos tampoco llegaron a ver cómo maduraba yo.

domingo, 25 de abril de 2010

Historias del Nuevo Mundo I

Creo recordar que era febrero. Llegaban a casa de mi abuela uno o dos cajones de madera llenos de mangos. Había una leyenda negra alrededor del mango, de modo que las cajas, en cuanto llegaban del mercado, pasaban a la zona VIP de la despensa, donde se guardaban los tesoros de la abuela: algunas piezas de vajilla fina, licores, pastas y bolsas de chocolatinas, por si llegaba alguna visita sin previo aviso.

Los mangos tenían fama de acumular suciedad, bichos malos y enfermedades, así que no se podían tocar hasta que no pasaran por un meticuloso proceso de desinfección, como si fuesen piedras de criptonita camufladas de ambarino. Mi hermana y yo esperábamos entusiasmadas el momento en que nos dieran luz verde para bebernos el primer mango de la temporada. A pesar de todos los lavados, los enjuagues -repetidos varias veces- y las gotas de poción desinfectante, el mango conservaba ese color amarillo anaranjado, como la yema de un huevo de campo; y un aroma entre dulzón y fresco que nos reducía a un estado hipnótico.

Luego venía el ritual de preparación. Las frutas criollas siempre tenían su ritual propio. El mango de mi infancia tenía forma de corazón humano y el primer paso del rito del mango era un masaje cardiaco. La semilla del mango es grande, como una piedra de río. Apenas deja un pequeño espacio a la pulpa, que la envuelve como un ovillo de lana tangerina y gruesa. Éramos masajistas cuidadosas. Iban y venían nuestras manos diminutas por la superficie hasta dejar el mango como un músculo relajado. El zumo, espeso y fresco, pululaba de aquí para allá dentro de la corteza hasta que salía, por una pequeña hendidura que abríamos en la parte de arriba, y nos lo bebíamos como si llevara una pajita incorporada.

Hace poco vi unos mangos rojizos y enormes en el Corte Inglés. Busqué por allí por si encontraba a su primos los criollos, pero no. No me llevé ninguno y me marché mirando de reojo a los que había con algo de desprecio. No cambiaría mi mango criollo por nada, y menos por un primo suyo tan snob.

viernes, 5 de febrero de 2010

Los botones

Nunca se me dieron bien las manualidades. Siempre me he preguntado por qué las mismas manos que se mueven con cierta facilidad entre las cuerdas de una guitarra tienen una torpeza tan evidente cuando se trata de formar curvas con un hilo y fijar dobleces. Hace varias semanas que miro mi chaqueta negra sin botón. Cada vez que intento ponérmela me propongo, como un sastrecillo valiente, ir por el costurero y meterme en faena.

Empezar por el principio. Lo primero era encontrar el botón de repuesto en una caja donde guardo todo tipo de chismes y trastos minúsculos: botones, imperdibles, tuercas de pendientes sueltas, pins, retazos de tela, horquillas, pequeñas piedras de bisutería. Depués de 6 años todavía conservaba el botoncillo negro con vetas claras, como una prenda de un toro listón. Primeras pruebas de paciencia: enhebrar el hilo en la aguja. (Siempre agradeceré que me aclararan que el ojo de la aguja del que se habla en el evangelio no se refiere a esa aguja, sino a un tipo de puerta muy estrecha que había en las murallas de Jerusalén). Después de mirar durante un rato al horizonte para recuperar la perspectiva, empecé a coser; si a eso que hice se le puede dar tal nombre. Sólo dos agujeros, bastaba con un movimiento circular de entrada y salida, repetido varias veces y un nudo. Bastaba con echar un vistazo rápido al resto de botones para saber en qué dirección debían ir las puntadas, pero al parecer mis ojos son miopes selectivos.

Nada es más difícil que hacer bien algo fácil. Mi botoncillo negro listón tiene ahora una costura horizontal, y eso lo hace distinto de todos sus congéneres que se sujetan dignos y verticales al borde izquierdo de mi chaqueta. A simple vista tampoco parece que hubisese más diferencias, a menos que se mire por detrás. Mi botoncillo negro parece haber sido cosido por el pico de un mirlo, un nido revuelto, bien distinto de las hebras finas y ordenadas que envuelven a los otros botones, como si fuese una melena negra recién peinada.

Cuando estaba en la primaria, en un colegio de chicas, tenía una clase de costura que aprobé gracias a las dotes manuales y la compasión de mi abuela. Mi costura estaba siempre deshilachada, llena de manchurrones e intentos fallidos de darle a aquel trozo de tela un aspecto de orden. Mi abuela lo tomaba en sus manos, lo lavaba, cortaba los hilos, deshacía las puntadas e hilvanaba nuevamente con tiento y elegancia los hilos, siguiendo las indicaciones del patrón. No tenía unas manos bonitas, pero eran -y son- hábiles y acogedoras. Las manos no son bonitas porque sean estéticamente irreprochables, sino por su capacidad de denotar ternura. Y esas manos eran firmes y flexibles, suaves y fuertes. Las manos más femeninas que conozco, después de las de mi madre. Y nunca llevaba las uñas pintadas.

martes, 13 de octubre de 2009


Cotopaxi significa, en quechua, cuello de la luna. Tiene 5.897 metros de altura y es uno de los volcanes activos más altos del mundo. Así lo he visto yo desde niña, desde el patio de la hacienda de mis abuelos. A veces más nevado, a veces menos. No siempre se deja contemplar tan radiante, anda casi siempre escondiendo su timidez entre las nubes. En septiembre, la luna se coloca justo encima del cráter y muestra su cara más sonriente. Es un espectáculo. A nadie le extraña que el volcán haya tomado de allí su nombre, de las noches en las que la luna apoya su cabeza en el volcán y él la recibe como un trono indígena, ataviado con un poncho verde de paja y pinos.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Resistencias

Siempre igual. Mientras dura el verano me resisto a la llegada del frío. La lluvia pertinaz de Pamplona, más que triste, me pone de mal humor. El slogan turístico de esta tierra dice algo así como: "Navarra, ir es volver". Pues a finales de septiembre ir por Pamplona es volver con los zapatos mojados y el pelo revuelto y electrizado. Y aunque me resisto a la lluvia y al frío, siempre igual, llega el otoño y con el viento vienen recuerdos de mi infancia en la sierra: la chimenea y el frío húmedo de las sábanas, los pijamas de patucos y la calidez que iba llegando poco a poco tras hacerme un ovillo y esconderme bajo el peso de las mantas. ¿Nostalgia?, tal vez. Y a pesar de mis resistencias, llega la noche, abro un poco la ventana y me duermo con una sonrisa, aprisionada por las mantas recién rescatadas. ¿Nostalgia? No lo sé, los recuerdos quedan lejos, pero la alegría, la misma de entonces, sigue rondando muy cerca.

miércoles, 7 de enero de 2009

Credulidades

Nunca he sido demasiado crédula (que no está reñido, al contrario, con tener Fe) así que todo esto de que a los niños los traen las cigüeñas, y que los regalos los traen los Reyes o el Niño Jesús no me convencían nada, nada. En América no hay día de Reyes. Se celebra la Epifanía como en toda la cristiandad de Occidente, pero sin más aspavientos. A mí de pequeña me traía los regalos el Niño Jesús. A veces venía el 24 por la noche, a veces el 25. Hasta que una Navidad nos trajo una hermana el 25 por la mañana y después de eso ya siempre volvió con los regalos el 24, para poder celebrar con ella en exclusiva el cumpleaños de ambos.

Cuando los regalos eran pequeños mis dudas no iban demasiado lejos. Pensaba que quizá los Ángeles llevaban al Niño en volandas y como el regalo tenía un tamaño razonable, el NIño Jesús podía llevarlo sin problemas. Hasta que un día llegó el Niño con un columpio. Y eso ya no coló. Vale que se lo hubiera hecho San José que era artesano. Pero era imposible que el Niño pudiera cargar con semejante trasto... Pienso que no me habrían gustado las historias de los evangelios apócrifos. A mí me gustaba el Niños Dios de carne y hueso. Tal vez por todo ese bagaje veía yo con poca simpatía el asunto de los Reyes. Me parecía inaudito que los niños, hasta muy mayores algunos, creyeran con tanta certeza que los Reyes traían los regalos desde oriente, con camello y paje includo.

Me da un poco de vergüenza confesar que, quizá por eso, nunca me había atraído asistir a la cabalgata de Reyes y no había visto una hasta este año. Vivo en una calle céntrica por la que ha vuelto a pasar la cabalgata (en un primero con balcón para más señas). Y, cómo no, todas las familias conocidas se apuntaron en un plis, plas, para ver la cabalgata desde aquí. Compramos caramelos para los niños (desde la calle no llegaría ni un mal regaliz) y la casa empezó a llenarse de seres diminutos, nerviosos y emocionados.

Y a mí me emocionó su ingenuidad, su candor y sus nervios. Las caras de sorpresa. El ambiente tan distinto -tan distendido- que se respira entre los mayores cuando revolotean los niños cerca. La serena naturalidad con que pasa el cortejo entre aplausos: un Belén viviente, villancicos y reyes que traen regalos a los niños, porque mucho antes descubrieron al Dios Niño hace más de 2000 años. Así que de repente creo en los Reyes. Ojalá muchos políticos asistieran a la cabalgata. Quizá al ver el ambiente que se respira, se les quitaría las ganas de prohibir belenes y símbolos religiosos (es muy fácil comprobar allí que no crean divisiones: si no, ¿qué hacía una musulmana con sus niños en mi balcón?). O las ganas de facilitar que haya tantos niños que se quedan en el camino hacia el mundo y no llegan a verlo por supuestas justificaciones sin justificación. Yo los echo de menos en la cabalgata: ¡no a los políticos, no! , a los niños...

martes, 28 de octubre de 2008

Notas

Sábado por la tarde. Leo un maravilloso libro sobre Kafka que me tiene atrapada en la espiral de sus Enigmas. El sol de la tarde me da de frente. No he querido correr las cortinas, me gusta el sol en la cara y el borde de las montaña que se dibuja sobre el tejado de la casa de al lado. No encendemos la chimenea. Porque no hace frío y porque, como dice la Pradera, "no se estila..."

Aunque "ya sé que no se estila" echo en falta la chimenea. Recuerdo siempre la que había en la hacienda de mis abuelos, con esa boca grande para abrigar a todos los de la casa. El cuarto de estar era el polo de atracción para todos, el único lugar caliente de la casa desde que se ocultaba el sol. Todo confluía allí, todo acababa allí, alrededor del hogar. Las conversaciones más gratas y los silencios más elocuentes surgen alrededor del fuego. No es extraño el poder del fuego. También como metáfora.

No hay magia en los radiadores, no.

domingo, 17 de junio de 2007

Si algún día escribiese una novela...

Quizá empezaría más o menos así...


...El primer poeta que conocí se llamaba Isidoro. Isidoro Calvachi. Por entonces no se sabía que el nombre que habían elegido sus padres para él era profético o que, por lo menos, no andaba mal apadrinado desde el cielo por el sector de las buenas letras. El Calvachi era un indio muy querido en la hacienda. En mi familia hablaban de él continuamente, su casa era la antigua casa del huasipunguero*, que se veía desde el zaguán de la casa nueva de la hacienda que se construyó después del terremoto. Unos tres kilómetros camino abajo, en medio de un inmenso alfalfar, tras la hilera de eucaliptos del camino viejo, a la sombra de gran árbol de capulí solitario y antiguo, la casa del Calvachi era como una símbolo de los tiempos coloniales.

Antes de conocerle, dudaba a veces si el Calvachi existía de verdad. O si era una más de esas figuras legendarias que sólo cobraban vida en las conversaciones alrededor de la chimenea, ya de madrugada. De Isidoro desde luego hablaban todos, no sólo la tía Cocó y mi abuela. De las hermanas Terán Arellano podías esperar cualquier cosa, no porque no fueran dignas de crédito, que lo eran, dos mujeres de rompe y rasga, de las que mi generación no heredó ni la sombra de su entereza. Pero, cuando se trataba de contar historias, los límites de la realidad se difuminaban como la casa del Calvachi en una mañana de niebla. A mi abuela le gustaban una barbaridad las historias de miedo. Las haciendas antiguas eran una fuente inagotable de cuentos y leyendas: historias reales de los hacendados y sus viajes interminables a lomo de caballo, de duendes y curas sin cabeza que cabalgaban por la noche, de partos de indias jóvenes en medio del frío del páramo. Se decía que mi abuela había ayudado a venir al mundo a más de la mitad del guagüerío** del pueblo. Venían en mitad de la noche a darle aviso y ella salía a atender el parto a la luz de unas cuantas velas o un quinqué. A veces contaba sólo con una palangana de agua recién hervida para lavar a la madre y a la criatura; y más de una vez, servía incluso como pila de bautismo, si al terminar el alumbramiento veían con tristeza que aquél niño venía a este mundo sólo para estrenar sus últimas fuerzas.



(*) "El huasipungo, en idioma quechua "puerta" (pungo) de la "casa" (huasi), era una relación de producción agrícola heredada de la época de la Colonia y muy extendida en la región interandina, que consistí en intercambio de tierra por trabajo. Los huasipungueros trabajaban en la hacienda durante parte de la semana a cambio de pequeños lotes de terreno (huasipungos) que el hacendado les otorgaba para su uso particular." (Fuente:...)
(**) Guagua: niño/a.

Familias imperfectas

  A menudo, cuando se habla de la familia, se presenta un modelo ideal. Y está muy bien manejar arquetipos, historias y ejemplos dignos de i...