martes, 27 de febrero de 2007

De oficio, maestro

La hermana de una amiga mía tiene un oficio de solera. Es bordadora en un taller sevillano. Allí, con puntadas de hilo de oro, el arte de las niñas de la generación iPod se entrelaza con una tradición de siglos. Bordan mantos para la Virgen y en Semana Santa, la Señora baila arropada por miles de minuciosas puntadas, al compás del paso de los costaleros. Es de esos pocos oficios en los que todavía hay aprendiz y maestro; esa estrecha relación en la que a fuerza de trabajo conjunto, los secretos de la devoción y del buen hacer se cuelan de una generación a otra, calladamente, poco a poco.

Hace tiempo, en las universidades también había esta relación de discípulos y maestros, y los neófitos aprendían, no sólo de las lecturas solitarias bajo la luz mortecina de una biblioteca, sino del roce con los mayores. Presenciaban su relación con los libros, los minutos largos y tensos que precedían al dar a luz una idea. Los trabajos manuales, las mil maneras de lidiar con la burocrarcia, el reto cotidiano de mantener ordenados los papeles y combinar tantas tareas diversas, difíciles de conciliar con el estudio (aunque no lo parezca).

Ahora hemos inventado un sucedáneo de relación para la universidad masificada: asesoramiento personal, o coaching, que le llaman algunos. Menos da una piedra. A veces me encuentro alumnos/as en cuarto de carrera que, a pesar de su valía y buena disposición, arrastran (¡ya a estas alturas!) un sentimiento de frustración ante su carrera. Los profesores, muchas veces, se han tomado a pecho la labor de exigir, de poner el listón alto, pero se les ha olvidado ese deber arduo que va aparejado a la exigencia: acompañar y guiar.

Guitton dice que“la inexperiencia del cómo hacer es responsable en gran medida de la sensación de desaliento que a muchos les produce sus estudios”*, porque la mayoría de los que enseñan un contenido dejan el método “al azar o a la inspiración”, o dan por supuesto que el aprendiz, o bien ya sabe cómo hacer lo que se le pide, o en todo caso, que adivinará a la primera, lo que incluso a ellos les ha costado años aprender.

Así que lo confieso, me ha dado un poco de envidia ese taller de bordadoras. Y me gustaría que quienes nos dedicamos a la enseñanza, tuviéramos siempre claro que lo más importante que tenemos entre manos es, como dice Alvira, el privilegio de forjar almas, personalidades sólidas de gesto amable. Hay que volver a andar con os novos el camino que nosotros ya hemos andado. No es tan difícil. Se dice con un solo verbo: acompañar.



(*) J. Guitton, El Trabajo Intelectual, Rialp, Madrid, 1977, p. 12.

5 comentarios:

Coni Danegger dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Coni Danegger dijo...

AnaCó, es un oficio de los que da envidia. ¡Al menos a mí!

Corina Dávalos dijo...

¿El de maestra o el de bordadora?

Coni Danegger dijo...

Dependiendo de la bordadora, podría tratarse del mismo oficio: maestra de bordado en un taller. Pero la verdad es que me vino apasionadamente una envidieta a las bordadoras que saben trabajar con hebras de distinto grosor y material, con muchos puntos planos y en relieve, con piedras y perlas; esas bordadoras de las que hablás. (Justo estos días he tenido oportunidad de ver el material con que se hará una discreta obra de arte. Ya habrá tiempo para aprender eso, como para todo, ¿no?). Me consuela pensar que tengo como un pequeño taller con mis alumnos, y que las clases de consulta que hoy di en un ensanche del pasillo son como sesiones del bordado que sé hacer ahora.

Corina Dávalos dijo...

Cosntanza, este comentario es tan bonito que merece un lugar en una entrada. ¡Gracias!

¡Feliz Navidad!