Iba yo de paseo por el valle de Ulzama el domingo, bajo ese cielo plomizo que espejea los tonos grisáceos, casi lilas, de los bosques deshojados. El sol brillaba detrás de las nubes como una moneda de plata. Por el camino vi pequeños ramilletes de narcisos; amarillos, pálidos, cabizbajos. Y en un prado, como un corro de niños jugando, cuatro burros. Casualidad. Llevaba yo Platero en la mochila. Desde allí pegó un brinco y se puso a jugar con los otros burros. Yo no dejaba de mirarle: las orejas erguidas, la pelusa en la frente. Tenía los lomos mullidos, para cubrirle del frío, como una manta que se le hubiera deshilachado. Se me acercó sin que le llamase, trotón y confiado. Se me quedó mirando, con esos ojos vacíos y negros mientras me buscaba la mano con el hocico blanco. Mirando de cerca, en realidad, no se parecía a Platero, ni era azul el cielo, ni olía a marisma, ni era Moguer el pueblo. Éste era un burro de monte que, mientras iba de paseo, debió salirse de mi mochila, sin querer. Caía la tarde del domingo. Eran cuatro burros, o cinco. No lo sé...
martes, 26 de febrero de 2008
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3 comentarios:
O seis? :o) je,je
Tenías comida en tu mochila? naranjas mandarinas? uvas moscateles? higos morados?
Tenía todo eso, ¡¿cómo has adivinado?!...
Me alegra mucho que hayas vuelto por aquí y estés por la vida comiendo uvas moscateles y llevando a Platero de visiteo.
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