Discutían la semana pasada en Pamplona, los gurús del talento y algunos aprendices. Pero ojo, que igual el aprendiz era el que se anunciaba como gurú y viceversa. No hay que fiarse demasiado de los eslóganes de marketing intelectual, sino escuchar y juzgar lo que se escucha sin dejarse camelar por las bambalinas del Ágora.
Me gustó -el que más- el discurso de Sir Ken Robinson y creo que leeré su libro The Element. Todos abogaban, como llevan haciendo muchos desde Peter Drucker o antes, a favor del capital humano, de aprovechar los talentos naturales de las personas, de colocar a cada quien en el sitio en el que mejor podría rendir dentro de las empresas, etc. Ahora quizá el matiz es el énfasis que se pone en el papel de la creatividad y la imaginación en todas estas cuitas. Ahora resulta que el aire de despistado y el mote -antes peyorativo- de poeta es un activo valiosísimo que hay que reconducir para que genere beneficios empresariales cuanto antes. -No digas que es poeta, tío, que eso es... ¡TALENTO!
Me ha llamado la atención, sin embargo, la ausencia de debate acerca de los costes que esas apuestas generan. Se ha hablado mucho del mito de la linealidad, del itinerario que sigue la mayoría -de la guardería a la universidad y de la universidad a la jubilación- y que difícilmente se atreve a transgredir por voluntad propia, y menos porque las instituciones lo fomenten. Se ha hablado de que aún vivimos y actuamos -tanto en la economía como en la sociedad- acudiendo a los paradigmas de la revolución industrial, y nadie quiere atreverse a reconocer que llevamos un siglo desde que expiró su fecha de caducidad. Puede ser.
Pero no se ha hablado del mito del control. O más bien de la casi obsesiva tenacidad con que buscamos controlarlo todo para conseguir -al menos- el espejismo de la seguridad. Al parecer todos los espejismos acaban siendo destronados por la realidad, como nos va mostrando la crisis. Apostar por la creatividad es apostar por lo imprevisible. Se suele decir que quienes saben de riesgos son los empresarios, vale. Pero son riesgos muy estudiados. La creatividad tiene otro estilo: una inevitable querencia hacia el fondo perdido, hacia el experimento antes que hacia el resultado, un hondo sentido del misterio y del juego.
Hemos sustituido en muchos campos el control por el compromiso. Y cuesta mucho echar la marcha atrás. A la gente al parecer le va más el: "Virgencita, Virgencita que me quede como estoy"... (y ya muchos ni Virgencita ni nada, como mucho encienden un mechero bic en un mítin de Zapatero). El procesualismo (también en su vertiente política) consigue pequeñas seguridades a costa de un orden monocromático que ahoga la vitalidad social. A mí me encanta escuchar a los pregoneros de ese otro modo de proyectar el mundo. Pero vamos... en las políticas concretas lo quiero ver. Hombre, y ya que estamos, ya que todos tenemos talento, y sólo hace falta un lince que se dé cuenta y te coloque en el sitio adecuado, que alguien se fije en mi currículum y me ofrezca el príncipe azul de los trabajos. Tengo la tarjeta de un gurú de esos, quién sabe, quizá me ofrece un cargo directivo con sólo leer mi propuesta en twitter.
Me gustó -el que más- el discurso de Sir Ken Robinson y creo que leeré su libro The Element. Todos abogaban, como llevan haciendo muchos desde Peter Drucker o antes, a favor del capital humano, de aprovechar los talentos naturales de las personas, de colocar a cada quien en el sitio en el que mejor podría rendir dentro de las empresas, etc. Ahora quizá el matiz es el énfasis que se pone en el papel de la creatividad y la imaginación en todas estas cuitas. Ahora resulta que el aire de despistado y el mote -antes peyorativo- de poeta es un activo valiosísimo que hay que reconducir para que genere beneficios empresariales cuanto antes. -No digas que es poeta, tío, que eso es... ¡TALENTO!
Me ha llamado la atención, sin embargo, la ausencia de debate acerca de los costes que esas apuestas generan. Se ha hablado mucho del mito de la linealidad, del itinerario que sigue la mayoría -de la guardería a la universidad y de la universidad a la jubilación- y que difícilmente se atreve a transgredir por voluntad propia, y menos porque las instituciones lo fomenten. Se ha hablado de que aún vivimos y actuamos -tanto en la economía como en la sociedad- acudiendo a los paradigmas de la revolución industrial, y nadie quiere atreverse a reconocer que llevamos un siglo desde que expiró su fecha de caducidad. Puede ser.
Pero no se ha hablado del mito del control. O más bien de la casi obsesiva tenacidad con que buscamos controlarlo todo para conseguir -al menos- el espejismo de la seguridad. Al parecer todos los espejismos acaban siendo destronados por la realidad, como nos va mostrando la crisis. Apostar por la creatividad es apostar por lo imprevisible. Se suele decir que quienes saben de riesgos son los empresarios, vale. Pero son riesgos muy estudiados. La creatividad tiene otro estilo: una inevitable querencia hacia el fondo perdido, hacia el experimento antes que hacia el resultado, un hondo sentido del misterio y del juego.
Hemos sustituido en muchos campos el control por el compromiso. Y cuesta mucho echar la marcha atrás. A la gente al parecer le va más el: "Virgencita, Virgencita que me quede como estoy"... (y ya muchos ni Virgencita ni nada, como mucho encienden un mechero bic en un mítin de Zapatero). El procesualismo (también en su vertiente política) consigue pequeñas seguridades a costa de un orden monocromático que ahoga la vitalidad social. A mí me encanta escuchar a los pregoneros de ese otro modo de proyectar el mundo. Pero vamos... en las políticas concretas lo quiero ver. Hombre, y ya que estamos, ya que todos tenemos talento, y sólo hace falta un lince que se dé cuenta y te coloque en el sitio adecuado, que alguien se fije en mi currículum y me ofrezca el príncipe azul de los trabajos. Tengo la tarjeta de un gurú de esos, quién sabe, quizá me ofrece un cargo directivo con sólo leer mi propuesta en twitter.
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