martes, 1 de agosto de 2006

Los robles de Orgi

Ahora que está de moda esto de las ciudades marca, la denominación de origen y zambullirse en la boina hasta perder el conocimiento (quizá por asfixia...); me venía a la cabeza el eslogan de la Comunidad Foral: Navarra, ir es volver. En mi caso el eslogan resultó profético, porque desde que llegué, hace ya diez años, Navarra es el único lugar al que vuelvo, o sea, que se ha convertido en mi casa (como diría el Prof. Alvira).
Lo cierto es que Navarra está llena de rincones acogedores, uno de mis favoritos es el de la foto: el robledal de Orgi. Quizá porque cada vez que voy allí, estos árboles arropan momentos entrañablemente divertidos. El año pasado nos cayó una tromba descomunal tres segundos después de sentarnos a comer en el merendero. Y ahí estábamos, una pandilla de diez mujeres acurrucadas bajo el techo de una cabaña, que como único anfitrión tenía el cadáver de un Martín-Pescador arrollado por un coche. Con las alas abiertas para un abrazo, nos recibió clavado en el libro de firmas para los visitantes.
Al terminar la tempestad salimos a dar una vuelta por los recorridos laberínticos de sus caminos, recogimos moras y nos divertimos sacudiendo las ramas de esos robles viejos, verdes y tupidos. Al más leve movimiento, el roble descargaba toda el agua que había recogido de la tormenta sobre las cabezas de las que iban -incautas- a la cabeza de la expedición.
Después, cuando el sol había secado un poco la hierba, salieron de paseo los saltamontes. Y nosotros, que hasta entonces no nos habíamos apercibido de que las mujeres también tenemos una fuerte afición por la caza (además de la casa), nos lanzamos a capturar bichos para llevarlos a casa con el propósito maléfico de soltarlos cuando toda la familia estuviese tranquilamente reunida al final del día.
Este año he vuelto a un concierto de un quinteto maravilloso. Cinco instrumentos, cinco amigos. Muy amigos de la música, y gracias a ella, muy amigos entre ellos también. Un claro del bosque se convirtió en un escenario improvisado, varios troncos caídos hacían de butacas. Los niños se sentaron en el suelo, muy cerquita para poder ver a los magos, por si acertaban a adivinar qué truco lograba sacar tan bellos sonidos de unos artefactos la mar de curiosos. Y allí nos tuvieron y nos detuvieron: pasamos por Bach, Mozart, un mambo sacado de la chistera a partir de la danza turca, una balada tocada en euskera, y onomatopeyas sinfónicas sobre un gato recién comprado. Los músicos disfrutaron tanto tocando que, quienes escuchábamos, no pudimos hacer menos que saborear una alta dosis de felicidad entre divina y humana.
Pienso en los que vuelven después de las vacaciones con el consabido estrés post-vacacional y me entraron unas ganas locas de decirles: ¡No se gasten ustedes una fortuna en viajes costosos! Nutra de detalles la vida diaria con su familia, desvívase en lo cotidiano por sus amigos y, cuando lleguen las vacaciones, le dará igual quedarse en el parque de la esquina: su compañía será el mejor descanso que pueda procurarse. Pero eso no se compra: se gana. O quizá también se recibe, como un don inmerecido, como mis compañeras de fatigas del robledal de Orgi.



4 comentarios:

E. G-Máiquez dijo...

Mereció la espera...

Corina Dávalos dijo...

Gracias por volver por aquí, a pesar de las telarañas...

Inma dijo...

Una entrada muy bonita, Anacó. Por unos momentos me ha parecido estar allí, entre los enigmáticos robles de Orgi, alrededor de amigos, saltamontes y música, o sea como en un cuento.
Enhorabuena por el brillante regreso.

ana dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.

¡Feliz Navidad!