martes, 23 de enero de 2007

Nevada II

Mientras a unos, más susceptibles a mirar el lado romántico de los zapatos mojados, el barro en las alfombras, el frío en los huesos, los guantes de lana -un poco deformes- sobre los radiadores, nos encanta la irrupción de la nieve y su monocromía cotidiana, otros prefieren paisajes más cómodos y para ver un campo blanco les basta el salvapantallas de su PC.

Tengo una amiga a la que le gustan los días lluviosos y grises del otoño (invierno, primavera, verano...) de Pamplona. Siente un peculiar orgullo por su ajuar para temporales: sombrero, impermeable, paraguas de varas como robles, botas de caña alta, guantes de cuero y echarpe a juego. Y así mientras el resto llega como si hubiesen tomado el Poseidón para ir al trabajo, ella se desprende poco a poco de sus capas y aparece como una mariposa recién salida de su capullo.

Mi ajuar de nieve es más sencillo, unas botas viejas de monte y unas ganas irrefrenables de sentir como pasan los copos rozándote la cara. De lo demás, ya se ocupa el encargado de la calefacción. En días como estos entran ganas de decir con Góngora: Ande yo caliente y ríase la gente...
Cuando cubra las montañas
de plata y nieve el enero,
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces patrañas
del rey que rabió me cuente,
y ríase la gente.

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