Crispación y Dignidad
Desde La Vanguardia nos han preguntado a quince intelectuales hacia dónde nos conduce la crispación. El periódico de Barcelona adelanta que no se detiene la presión del Partido Popular para erosionar al Gobierno. A mí me parece, en cambio, que la cosa no es para tanto. No creo que nuestra presunta crispación acabe por reavivar viejos fantasmas. La sociedad española es suficientemente madura como para caer en añoranzas, en manifestaciones de violencia o en rupturas del orden institucional.
A contrapelo de lo que declaran casi todos los entrevistados, no pienso que la crispación sea tan grave. Me parece que la palabra en cuestión es un lugar común al que recurren el Gobierno y sus portavoces oficiales u oficiosos para descalificar a la oposición. En definitiva, se trata de un fenómeno provocado por políticos instalados en el poder, y glosado por ellos y por los comentaristas más dóciles. Pero la gente de la calle, que yo sepa, no está tan crispada como creen quienes rara vez pisan los medios públicos de transporte. Yo hablaría más bien de indignación y localizaría el climax de este desasosiego en el tratamiento penitenciario de De Juana Chaos. Hay algo en este incidente, en sí mismo sin mayor relevancia, que ha herido la dignidad ciudadana de muchos españoles. Pero no les ha crispado. Lo cual pudo observarse en la manifestación de hace una semana. Una cosa que no reflejaron las cámaras de televisión, y que varios participantes me han comentado, es que mucha gente se puso a bailar al son de la música que sonó después del reestreno del himno nacional.
La radicalización de las posturas políticas es un efecto del empobrecimiento del discurso político, que ofrece en España poco recorrido. La retórica brilla por su ausencia y el empleo del castellano por parte de las Administraciones Públicas es lamentable. (Baste con caer en la cuenta del abuso del verbo trasladar, especialmente por parte de la Vicepresidenta). La racionalización de los temas sociales y económicos es muy escasa. Se tiende a destacar los aspectos más morbosos de la cosa pública y los análisis al uso son elementales. Los políticos que nos han tocado en suerte son más bien flojos, lo cual no favorece precisamente que se genere un debate interesante y sosegado. No les da la vida para tanto.
Con todos mis respetos, los medios de comunicación tampoco ayudan. Incluso los mejores periódicos (porque los restantes medios no alcanzan el umbral intelectual mínimo) ofrecen aproximaciones a los problemas que resultan toscas y previsibles. Antes de abrir el periódico sabes lo que cada uno de ellos va a decir. Y es que hay muy poca libertad real de expresión política. Existe de hecho una fuerte censura en la opinión pública. Son demasiadas las cosas que los comunicadores no se atreven a decir, dependiendo en cada caso del medio en el que trabajen y del lugar que ocupen. Esto es lo que nos debe preocupar, y no tanto la presunta crispación, que vendría a ser más bien una válvula de escape de energías cívicas.
Pero, a fuerza de apretarla, la tuerca se pasa de rosca. Se llega un punto en el que la sensibilidad ciudadana no es capaz de encajar tantos tópicos y medias verdades. La población no es tonta. Existe un límite invulnerable del ethos social. Frontera que se pisa cuando se comienza a jugar con la dignidad de las personas y de los grupos sociales. A base de tirar por la calle de en medio, cualquiera puede gobernar media España. Pero la otra media se resiente. Parafraseando el viejo adagio democrático, se puede manipular a algunos durante cierto tiempo, pero no a casi todos durante casi todo el tiempo. Las alarmas saltan. Y entonces los encargados de pacificar al personal comienzan a hablar de crispación. No es éste precisamente el problema de un país en el que ha dejado de ser verdad el verso del republicano e izquierdista Miguel Hernández: “Nunca medraron los bueyes en los páramos de España”.
Si alguien se tropieza conmigo durante la manifestación de esta tarde en Pamplona, que me aplique el polígrafo, y comprobará que mi nivel de crispación y de odio es cero absoluto. Encontrará, en cambio, muy alto el grado de admiración por el País Vasco y de respeto a la dignidad de Navarra. Si es un aparato fino, quizá detecte algunas décimas de desconfianza hacia quienes repiten que no harán lo que casi todos saben que ya están haciendo. Porque la confianza no se pide, la confianza se inspira.
En una democracia, la dignidad de las personas -de todas- es intocable. Y especialmente vulnerable y delicada es la dignidad de los que están en minoría, de los que carecen de poderosos medios de expresión, de quienes no se arriman a la torrentera del dinero y del poder. Navarra sólo tiene seiscientos mil habitantes. Pero cada uno de ellos, como dice el lema de los Infanzones de Obanos, forma parte de una estirpe libre y tan digna como la que más.
Alejandro Llano, publicado en La Gaceta de los Negocios, 17 de marzo 2007.
1 comentario:
Grandioso artículo. Y muy oportunamente traído. Gracias a ambos.
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