domingo, 22 de agosto de 2010

Taxis

Se incorporó, y al tratar de salir de la cama, chocó contra la pared. Había despertado cada vez en un lugar distinto durante los últimos cuatro días. Las suelas de sus zapatos habían rozado tres ciudades, dos continentes y la cabina de un avión atiborrado de desconocidos que dormitaban suspendidos en el aire, sobrevolando el océano.

Bajó desganada hasta el comedor del hostal en el que se alojaba. Se perdió por los pasillos sin ventanas hasta que por fin llegó al comedor y se sentó a la mesa; junto con varias mujeres que desayunaban sin prisas mientras ojeaban las noticias del periódico local. Al principio se alegró de poder estar un rato acompañada, pero el entusiasmo se desvaneció con el primer sorbo amargo del café que le sirvieron. Las voces chirriantes de sus compañeras de mesa sonaban al unísono comentando las noticias, las impresiones sobre el tiempo y la pena que sentían por los deudos de Rubén –que en paz descanse– . Mientras lanzaban sus pensamientos al aire, sin escucharse unas a otras, cayeron en la cuenta de que alguien más se había unido al desayuno. Y se abalanzaron , todas a la vez, con preguntas que no parecían esperar contestación.

Se sintió incómoda y comenzó a ponerse nerviosa mientras dejaba a un lado la taza de café. Recordó las épocas de exámenes, como si de repente la sometieran a un cuestionario inacabable de preguntas escritas en un folio en el que no hubiese un solo espacio en blanco para escribir las respuestas. Procuró disimular su desasosiego y con una media sonrisa, mientras asentía con la cabeza, apuró el café, se disculpó y dejó el comedor para volver a la habitación. Volvió a perderse por el pasillo, llegó al pequeño cuarto donde tenía sus maletas, cerró la puerta a sus espaldas y se quedó allí apoyada por un momento con los ojos cerrados. La habitación no le pertenecía, no había nada familiar para ella, salvo un cuadro de la Virgen con el Niño en brazos.

Se acercó al lavabo y se mojó la cara. Miró la hora en su teléfono móvil. Se fijó por si habría llamado alguien en su ausencia. Nadie. El teléfono había dejado de sonar desde hacía muchas horas. El tiempo tampoco había pasado como de costumbre. Mientras dormitaba sobre el océano, supendida en el aire, le habían sustraído seis o siete horas de su vida y, por mucho que cavilaba, no conseguía adivinar dónde habrían ido a parar. Era como si se las hubiese tragado el vacío. Igual que el espacio en blanco que había desaparecido bajo las espesura de las letras abigarradas que llenaban el folio del cuestionario. Todo le resultaba extraño.

A ella misma le pareció verse distinta cuando se miró al espejo con la cara mojada y ojerosa. Lo único que seguía igual era el olor a colonia que derramó sobre sus manos y se esparció despacio por el cuello y la nuca, dándose un masaje. Hacía calor. Pensó entonces en Rubén; en su cara inmóvil y serena, en el frescor de la sala donde descansaba arropado por una caja de madera noble y los brazos de un Crucificado. Volvió a mirarse al espejo y se sintió avergonzada al notar cómo la envidia se dibujaba en su propio gesto. Salió a la calle y llamó a un taxi. Los taxis eran de un color distinto. Entró en el coche y se dejó caer en el asiento trasero. Iba callada mientras miraba pasar por la ventana a la gente por las aceras, los coches, los semáforos en verde. Llegaron al tanatorio. Se confundió dos veces de moneda al pagar, mientras el taxímetro corría sin tregua como un metrónomo olvidado sobre un viejo piano.

Ya no le quedaba nada que hacer allí, pero quiso volver a mirar el rostro de Rubén. Se quedó de pie tras el cristal varios minutos, levantó la cabeza y se encontró a sí misma en el reflejo del cristal y se sintió avergonzada de volver a descubrir en su cara la misma expresión de esa mañana. En cambio Rubén estaba allí, apacible, idéntico a como se lo había encontrado el día anterior. Ya no habían cambios para él. Miró el reloj. Todavía marcaba la hora de otro continente. Rodó las manecillas hasta colocar el tiempo en su lugar. Se frotó los ojos con el dorso de la mano, se secó las lágrimas y salió a la calle. Cogió el teléfono e hizo un llamada breve: –un taxi, por favor.

2 comentarios:

Ana dijo...

Qué bien escrito.

Corina Dávalos dijo...

Gracias Negrito, a mí me ha gustado mucho la última de tu blog, "The end". Por un momento pensé que cerrabas el blog con ese título!! menos mal que no...

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