Tengo una pluma nueva, barata y azul, de punto medio. La última que tuve se me perdió en la mudanza. Echaba de menos escribir con pluma, el ritual de rellenar el cartucho con tinta, esa sensación diferente que hace que los trazos sean más míos, según va dando de sí el plumín hasta acoplarse a mi pulso. Hace ilusión estrenar cosas nuevas. Pero, no hay nada como sentirlas ya tuyas, un poco envejecidas, sin resistencias. Como dice un aforismo de Enrique García-Máiquez: "Los objetos también se domestican."
Son esos objetos y lugares con las que nos sentimos como con las viejas amistades. Esos amigos con quienes no hace falta acomodarse y discernir prolijamente qué decir o qué hacer. Con ellos basta juntarse y todo lo demás se acomoda al nosotros. De esas amistades hay pocas. Y qué pena cuando, como la pluma, se pierden en una mudanza de carácter o de circunstancias. Y por otra parte, qué bueno; porque las personas no se domestican, no sin dañarlas. Se conocen, se acompañan, se aceptan y se quieren. Y, en todo caso, a través de la amistad, se domestica el carácter de cada uno, libremente. Cada uno lo hace consigo mismo, para estar a la altura del otro. Aquel refrán, uno poco gastado que dice que "quien tiene un amigo, tiene un tesoro", se podría interpretar desde esta perspectiva. Sí, es un tesoro, y esas grandes amistades han contribuido, sin duda, a pulir el diamante en bruto.
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