Lo mejor de mi conferencia para mi ingreso formal en el Grupo América, hace ya algunos años, fue el coloquio. No suele ser lo habitual, pero como estábamos muy a gusto, el presidente accedió a que hubiese un turno de preguntas. Susana Cordero, Directora de la Academia de la Lengua (Ecuador), había tomado algunas notas durante la conferencia. Yo me había referido a la afinidad entre el latín liber y libertas. No hay entre ambos parentesco etimológico, pero sí una afinidad de sentido muy profunda. Años después, Luciano Canfora usaría ese dúo, libro y libertad para su ensayo publicado en español en 2017 por la Editorial Siruela.
Los buenos libros nos liberan: de la abrumadora practicidad del presente y sus circunstancias, del espacio y el tiempo en que vivimos, de los límites para poder conocer a más personas y personalidades. Los libros nos proporcionan el billete para un viaje a otras épocas, a otras situaciones -a veces tan parecidas a las nuestras- desde una mirada diferente. Nos presentan interlocutores interesantísimos con los que se puede extender el diálogo interior por tiempo indefinido.
Susana, sin embargo, preguntaba por la relación entre el libro y la libertad, pero desde el punto de vista de la creación. Su pregunta (no es literal): ¿Cómo se gana libertad cuando escribes, cuando creas? Me quedé un momento pensando en la respuesta. Todavía sigo dándole vueltas. Es una pregunta profunda. Lo que me vino a la mente en ese momento, lo sigo sosteniendo y procuro ampliarlo.
Cuando hay cierta sensibilidad ante la Belleza, hay momentos de epifanías concretas. Puede ser algo vivido en primera persona, o contemplado en otros lugares, en otras personas, en ciertas situaciones. Entonces, la Belleza se concreta y te invita a procurar decirlo. Quedas atrapado por ese glance momentáneo, capturado por él para a su vez liberarlo del espacio reducido de tu personal experiencia. Y como no hay libertad sin lucha, empieza la pelea denodada, con las palabras en mi caso, para intentar llevar esa experiencia a otra nueva concreción.
El reto está en no traicionar la grandeza de aquello que se ha visto, en no traicionar lo bello, en ser un mensajero fiel. No siempre se consigue. Pero cuando sucede, cuando un poema refleja algo de esa grandeza a pesar de las limitaciones propias y del lenguaje, entonces se experimenta una liberación y una alegría que no se compara con casi ninguna otra experiencia humana.
Por una vez, cuando sucede, la necesidad de compartir algo grande, más o menos se consigue. Se ha transformado en algo tangible, realizado en el lenguaje, destemporalizado por la escritura. Allí, justo allí, se abraza la libertad de la creación. Cuando tienes la gracia, en todos los sentidos, de contemplar y hacer posible la contemplación. Aunque sea de una parte pequeñísima de la belleza intrínseca de la vida, incluso cuando la belleza duele.
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