Ahora tomo distancia y veo lo absurdo del asunto. Publicar lo que se escribe, se ha vuelto lamentablemente corriente. Merece la pena ser un editor exigente consigo mismo y no publicar nada que resulte, a la larga, vulgar y ordinario. No hace falta insultar expresamente para insultar al lector inteligente. Basta con publicar cualquier cosa, sin pensarlo mucho, ni releerlo para evitar erratas y errores de bulto.
Es importante reconocer que, en las redes sociales, podemos caer en la ilusión de creernos tiburones, cuando –en realidad– somos un atún más en un banco de atunes. Por eso, sobretodo, es fundamental hacer oídos sordos al canto de sirena que entonan los móviles, atrayéndonos hacia una vida de esclavitud tecno-ilógica. Mejor escribir poco, si lo que escribimos está bien escrito y es bueno. Breve o extenso, si bueno, vale, aunque contradiga a Gracián.
Y vuelvo al propósito, pero por otro motivo. Cambio de políticas en mi unipersonal editorial digital. Menos, es más: más calidad, aunque implique menos cantidad. Más tiempo para pensar y escribir con tiento y cariño. Publicar sólo lo que, dentro de mis limitaciones, pueda ser apreciado por mis lectores (no mis seguidores, que no son –necesariamente– quienes me leen).
Desenredarse, en ambos sentidos, puede constituir una virtud específica en los tiempos que corren, y corren mucho. Darle su sitio al Κρόνος y al καιρός, es decir al implacable e imparable tic-tac, que vuelve pasado al futuro con tanta rapidez; y también al remanso del tiempo en pausa, que es el que cuenta para contar nuestra propia historia. De ahora en adelante, procuraré escabullirme de los pescadores, de los que pescan con red y de los que pescan con línea.
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