Los gansos mordían. Pero, a diferencia de los perros, los gansos daban miedo. Eran seis; cuatro blancos y dos habanos, siempre juntos graznando al unísono, desafinados. Yo tenía mis tácticas de evasión. A cierta velocidad y en línea recta, podía escapar en la bici; y me gustaba probarles que, en ciertas circunstancias, yo podía pasar entre ellos a pesar de que me superaban en número. Yo no entendía qué le veía de bueno mi abuelo a esas seis bestias emplumadas que amedrentaban más que un encierro.
Los pavos reales eran otra cosa. A esa pareja la seguía a poca distancia y ellos, respetuosos y serenos, se dejaban admirar. El macho arrastraba su cola, el cuello erguido, lento y despreocupado. La hembra, vestida de pardo y verde, le seguía el paso con discreción y aplomo.
Mi familia convivía con la belleza del paisaje y los animales sin acostumbrarse. Cada vez que el Cotopaxi se dejaba ver de cuerpo entero, alguien avisaba a los demás. Lo mismo cuando el pavo se ponía ostentoso y mostraba su plumaje tornasolado en abanico. Todos dejábamos lo que estuviésemos haciendo y salíamos a contemplar juntos esa belleza, imponente o exótica, que se nos daba por un momento. Luego venían las nubes a ocultar la nieve del volcán, el pavo se cansaba de pavonearse y volvía a arrastrar la cola. Cada uno volvía a sus quehaceres con una sonrisa dilatada.
Al atardecer, encendíamos la chimenea y escuchábamos los graznidos desafinados de los gansos. Y hasta eso lo recuerdo como una melodía que, hasta ahora, me descansa. Creo que por fin comprendo qué veía mi abuelo de bueno en sus gansos.
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