Poco a poco se van perdiendo las raíces de las palabras y sus acepciones iniciales. Es lo que pasa con la palabra original, que ha quedado como antónimo de lo que era al principio. Cada vez que me encuentro esta palabra, alude a algo único, que no tiene igual. Y me puse a pensar que, con este uso cada vez más frecuente, menos se entendería con el tiempo la expresión pecado original, es decir, de origen, de nacimiento, de naturaleza. Y como la naturaleza es el origen de todos, de singular no tiene nada.
Yo este pecado nada original, en el sentido de que no tiene nada de excepcional y de él no hay quien se libre, lo experimenté desde muy pequeña y a conciencia. Con sólo tres añitos, decidí que me aburría y que había que hacer algo para crear algo de diversión. Yo era la única hija, nieta y sobrina de mi familia.
Mi madre estaba embarazadísima de mi primera hermana y no andaba para muchos trotes. Mi padre estaría ocupado con el periódico. Mis abuelos trajinando; él en el campo y ella en la cocina. Había casa llena, así que imagino que mis tíos y tías estarían cada uno en sus cosas y no les apetecería jugar con la niña de par de mañana. Pero la niña quería jugar. Y jugó, al escondite.
Entré en el cuarto de huéspedes, mirando muy bien que nadie me viese, y me metí debajo de la cama. Al principio no fue nada divertido. Tardaron un rato en echarme de menos y la espera se hacía cansina. Pero recuerdo el morbo. Esa sensación de estar montando un escenario en el que se estrenaría una obra, orquestada por una manipulación, pero arte al fin. Era muy consciente del montaje y que entre la picardía andaba también la mala baba, allí, bajo la cama, con frío, respirando el polvo del suelo.
Empezó el primer acto. –¿Alguien ha visto a AnaCó?, dijo mi madre. "No", "yo tampoco", "estaba fuera," "yo la vi en la cocina", "estaba por aquí", "¿se habrá ido con papá?". Comenzó la búsqueda. Me llamaban por mi nombre, al principio con tranquilidad. Luego el tono y la tensión subían, como la espuma de la leche recién ordeñada en la olla que hervía, antes del desayuno. Lo que hizo que se derramara, no lo tenía previsto.
Mi padre era parte del gobierno entonces, el primero después de la dictadura del Bombita Rodríguez. Por lo visto, recibía amenazas. Incluso a mi madre, en un acto público, se le acercó alguien y le endilgó un papelito en la palma de la mano, que llevaba un mensaje intimidante. Así que, mis padres no andaban para bromas de desapariciones.
La casa de la hacienda, por entonces, estaba muy apartada del pueblo. Los caminos de tierra que llevaban hasta allí no los transitaban sino las vacas y se podía escuchar perfectamente cuando se acercaba un coche. Yo escuchaba plácidamente los pasos apurados, los gritos, se me subía el corazón al gaznate cada vez que alguien entraba a la habitación de huéspedes, esperando que de repente mirarían bajo la cama, me agarrarían de un pie, me arrastrarían fuera de mi guarida y me llevarían delante de mis padres para que me cayera la que tuviese que caer.
Para mala suerte de todos, nadie me encontró. Y alguien de repente dijo: yo oí un coche. Sin pensarlo mucho, ataron cabos: "estaba fuera", "oí un coche", las amenazas; ergo, la secuestraron. Y en ese momento aquello pasó de comedia a drama y de drama a tragedia. Mi nombre se escuchaba entre sollozos. Lo que se oía por toda la casa era el llanto imparable de mi madre, embarazadísima e impotente, a mis tíos corriendo por las habitaciones, unos, por el jardín otro, a mi abuelo entrando por la puerta: "acompáñame y vamos a buscarla, tengo el revólver en la camioneta".
Se me había ido de las manos y lo sabía. Lo que no sabía es cómo salir de debajo de la cama, tras una media hora larga de haber estado allí observando la que había montado, callada como una muerta. ¿Cómo lo justifico? Y, claro, la única manera de salirme por la tangente era mintiendo. De directora, pasé a ser protagonista y a prepararme para la interpretación de mi vida. Y allí que me planté, forzando bostezos y carita de desconcierto; huyendo hacia delante y preguntando con falsa inocencia, ¿qué pasa?
Mi padre me tomó del brazo, me clavó una mirada que me desarmó y me dijo escuetamente: ven a pedirle perdón a tu madre. Entré en la habitación. Mi madre estaba allí, con su vestido pre-mamá, la cara roja, hinchada, llorando como una recién nacida. No sabía si me abrazaría, me daría un sopapo o ambas consecutivamente. Yo sólo pedía perdón, la acariciaba y pedía perdón. Ella sólo lloraba. No recuerdo la reacción de nadie más, sólo mi madre hecha unos zorros por mi culpa, sufriendo sin motivo porque la niña se aburría, quería jugar y jugó con lo que no debía. Tenía tres años. Y supe en ese momento que ser malo es facilísimo. Y que para llegar a la inocencia, hay que pelear con los demonios que nos habitan, desde el origen.
2 comentarios:
Impresionante y profundo.
Tener lectoras como tú anima a cualquiera. :)
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