lunes, 29 de abril de 2024

Las cartas

  


    Las cartas piden y permiten una pausa. ¡Qué delicia era escribirlas y recibirlas! La primera vez que salí de casa, fui a dar a un pequeño pueblo de Lugano, en la Suiza italiana. Las cartas, por entonces, monopolizaban el ámbito de la comunicación íntima. La carta era el lugar de la introspección, de la reflexión sobre las experiencias, de la descripción demorosa de paisajes nuevos. Había que pensar mucho para escribir. Cada frase era minuciosamente estudiada, para evitar los tachones en el papel, o para evitar reescribir lo que ya se había logrado culminar, por culpa de la precipitación o del despiste. 

    Al escribir una carta, además, había que sumergirse en el otro, imaginar sus reacciones, sus gestos, aludir a historias compartidas, avivar el recuerdo. Difícilmente en una conversación podríamos ensimismarnos tanto en la otra persona, sin causarle cierta incomodidad. Y en cambio, las cartas no sólo lo admiten, sino que en cierto modo lo requieren. En el papel había que dejarse el alma y el cuerpo. Escribir con trazos elegantes, azules, entintados.  Impregnar el papel con tinta y perfume, para entrar al corazón usando el atajo del olfato.  

    Con la llegada del e-mail, el ritual de escribir cartas se desvaneció. La carta perdió su monopolio en favor de la inmediatez. Y con el olvido de la carta, se nos ha olvidado también una manera entrañable de conocernos a nosotros mismos y a los demás. Olvidamos una forma muy honda de querer. 

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