sábado, 4 de mayo de 2024

Dejad que los niños se acerquen a Mí

Uno de los sacerdotes que celebra la misa en la parroquia cuida especialmente la liturgia. Acompañado por el monaguillo, un chico de unos 12 años, celebra con gran devoción, sin separarse del rito romano ni por un instante. 

El niño lo hace de maravilla. Perfectamente vestido, serio y atento a cada rúbrica, además canta como un angelito. Esta semana nos sorprendió con el salmo cantado a capella, con una voz tersa, suave y aguda. Al principio, los fieles no atinaban con la melodía de la respuesta, pero –poco a poco- todos se unieron en coro al canto, redescubriendo la salmodia y uniéndose a la antiquísima tradición de la Iglesia desde el siglo I d.C. 

Después de rezar dos veces, como dice San Agustín que sucede cuanto se canta, nos quedamos en un estado de recogimiento y silencio poco habitual. Después de esta experiencia, los rasgueos de la guitarra y los cantos bienintencionados del coro, se sentían extraños. 

Curiosamente, en la misa de niños del domingo, en la misma parroquia, todo se pone de cabeza. Guitarras y batería a todo volumen, sólo se lee el evangelio y se saltan las lecturas y el salmo, la homilía es larguísima y al final se reparten golosinas. A diferencia del niño que entona el salmo, que ha tenido la oportunidad de descubrir la grandeza y la belleza de la liturgia, los otros niños tienen esa puerta cerrada, se les niega conscientemente esa opción. 

Ratzinger decía, en su breve ensayo sobre La belleza, que "la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra toda negación, son de un lado los santos y de otro la belleza que la fe ha generado", es decir: el arte sacro.  De alguna manera, la búsqueda de la santidad requiere de la búsqueda de la belleza, es parte del camino.  Los niños que entran en contacto con la fe necesitan ver y oír en la misa algo diferente, algo que no se encuentra sino allí, algo que sea en sí mismo un pequeño "resplandor de la Gloria de Dios". 

Ofrecerles sucedáneos, competir con las realidades terrenas en la misma cancha para hacerles atractiva la misa es un error y una pena. Parecería que, en el fondo, la fe y la confianza en la gracia de Dios pasan a un insignificante segundo plano. Como si entrar en contacto con lo sagrado no fuese suficiente atractivo. 

La Belleza de Cristo, que se oculta en la Cruz y en la eucaristía, se hace presente en la liturgia, en especial en la música sacra. El arte cristiano, también la música, tiene como cometido herir el corazón sin necesidad de grandes razonamientos y disquisiciones. La belleza, como dice Ratzinger, hiere si es verdadera: "Belleza es conocimiento, ciertamente, una forma superior de conocimiento puesto que golpea al hombre con la grandeza de la verdad". 

Tenemos una tradición riquísima de música sacra que ha vencido, siglo a siglo, la barrera del tiempo y los usos de las épocas, las modas y la improvisaciones. Tenemos un tesoro de Belleza que ha inducido a los hombres a una experiencia única de la fe, diferente a cualquier experiencia estética mundana y es, precisamente en esa diferencia, donde el alma constata la distancia entre Dios y el mundo, la superioridad de la vida de fe frente a la vida sin Dios. 

Los niños no necesitan encontrar en la misa de los domingos más del mundo. Cualquier homilía, por estupenda que sea, jamás estará a la altura de la palabra de Dios. Ninguna golosina podrá ofrecer lo que se ofrece en el sacramento de la comunión "que contiene en sí todo deleite". Los niños necesitan encontrarse con la Belleza y con la transformación que opera en quienes hiere, es decir, con los santos. 

Si los domingos los llevamos a ese encuentro, Dios entrará en el corazón de los niños. Si por el contrario, montamos un show mundano para llamar su atención, los niños se llevarán, por unos minutos (lo que tarden en entrar en el siguiente show a través del móvil) un pequeño entretenimiento que sumar a los que experimentan habitualmente. Si un niño (el monaguillo) ha sido "herido" por la belleza sobrenatural de la liturgia, no hay motivo para pensar que los otros niños no puedan experimentar esa misma vivencia de la oración eterna de la Iglesia que es la liturgia. 

Si no educamos su sensibilidad para la cosas de Dios, si no los envolvemos con ese espíritu de lo sagrado (sancta sancte tractanda sunt) tratando santamente las cosas santas, no les haremos la fe más atractiva. Les ocultaremos la verdadera fe y les ofreceremos, como mucho, un pobre espectáculo mundanizado, que les estorba el acceso a la Belleza de Dios. 






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