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Me levanto y doy de comer a Dante. Me preparo el primer café de la mañana y caliento un trozo de la tortilla que sobró de la cena para el desayuno.
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Trabajo en el autocuidado. Visualizo entrevistas y repaso bibliografía. No me convence ninguna de las opciones que tengo a la mano y se me va la mañana buscando y leyendo libros de autoayuda. Pienso que pasar por esas lecturas debe contar para quitarme tiempo de purgatorio. Finalmente encuentro una lectura que, si bien no me entusiasma, me parece adecuada.
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Llega mi padre y comemos juntos. El tío E. está muy malito, pero le ha reconocido y se ha alegrado mucho con su visita. Mis primos le han llevado a visitar los cafetales y la zona de secado y procesamiento del café. Mi padre, como buen agricultor, ha disfrutado como un enano.
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Me tumbo un rato a descansar y empiezo a trabajar en otro proyecto que me apetece mucho. Una artista local me ha encargado una página web y un manual de marca personal. Me entretengo planificando el trabajo que haremos, lo ordeno y redacto la propuesta.
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Salgo a una reunión en un despacho de abogados. Termina ya entrada la noche y pienso que no me habría importado dedicarme al Derecho. Habría disfrutado mucho litigando. Me sale solo discutir y argumentar, de modo que cobrar una pasta por hacerlo me parece muy apetecible. También pienso lo que me aburriría tener que redactar documentos legales y concluyo que la Providencia no yerra.
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Llego cansada a casa y doy de comer a Dante. Me dispongo a comprobar los números premiados de la lotería y, antes, escribo aquí. Así se prolonga un poco más la ilusión. Igual ya soy millonaria sin saberlo.
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