Quizá empezaría más o menos así...
...El primer poeta que conocí se llamaba Isidoro. Isidoro Calvachi. Por entonces no se sabía que el nombre que habían elegido sus padres para él era profético o que, por lo menos, no andaba mal apadrinado desde el cielo por el sector de las buenas letras. El Calvachi era un indio muy querido en la hacienda. En mi familia hablaban de él continuamente, su casa era la antigua casa del huasipunguero*, que se veía desde el zaguán de la casa nueva de la hacienda que se construyó después del terremoto. Unos tres kilómetros camino abajo, en medio de un inmenso alfalfar, tras la hilera de eucaliptos del camino viejo, a la sombra de gran árbol de capulí solitario y antiguo, la casa del Calvachi era como una símbolo de los tiempos coloniales.
Antes de conocerle, dudaba a veces si el Calvachi existía de verdad. O si era una más de esas figuras legendarias que sólo cobraban vida en las conversaciones alrededor de la chimenea, ya de madrugada. De Isidoro desde luego hablaban todos, no sólo la tía Cocó y mi abuela. De las hermanas Terán Arellano podías esperar cualquier cosa, no porque no fueran dignas de crédito, que lo eran, dos mujeres de rompe y rasga, de las que mi generación no heredó ni la sombra de su entereza. Pero, cuando se trataba de contar historias, los límites de la realidad se difuminaban como la casa del Calvachi en una mañana de niebla. A mi abuela le gustaban una barbaridad las historias de miedo. Las haciendas antiguas eran una fuente inagotable de cuentos y leyendas: historias reales de los hacendados y sus viajes interminables a lomo de caballo, de duendes y curas sin cabeza que cabalgaban por la noche, de partos de indias jóvenes en medio del frío del páramo. Se decía que mi abuela había ayudado a venir al mundo a más de la mitad del guagüerío** del pueblo. Venían en mitad de la noche a darle aviso y ella salía a atender el parto a la luz de unas cuantas velas o un quinqué. A veces contaba sólo con una palangana de agua recién hervida para lavar a la madre y a la criatura; y más de una vez, servía incluso como pila de bautismo, si al terminar el alumbramiento veían con tristeza que aquél niño venía a este mundo sólo para estrenar sus últimas fuerzas.
(**) Guagua: niño/a.
5 comentarios:
AnaCó, me gusta esta historia que recién empiezas a contar. Y que parece que está trayendo recuerdos que se mezclan en un castellano que parece mitad español y mitad tu lengua materna. (¿Cómo se resuelve este punto? Por de pronto está bien que pongas tu propia traducción de los términos más locales).
Sigue por favor, cuando puedas.
Me enorgullece decir que entre tu ráfaga de letras se encuentra un aroma sudamericano, un poco como a café y hierba mojada.
Continúa con la historia que te estaré leyendo.
Saludos mexicanos
Pues sí, tiene aroma del Sur, coo no puede ser de otra manera si escribo sobre recuerdos de infancia. Siento decpecinaros pero como decía en el título, es un desideratum, no un proyecto. Pero bueno, ya que hay un comienzo siempre se puede seguir 8además es una buena coartada para cuando no sepa qué decir...)
Lo de la mezcla del español de la península y el español de América (mi lengua materna es el castellano)hace tiempo que no tengo ni idea de cómo resolverlo. Me imagino que mezclando mucho (a propósito, claro) según hablen unos u otros. Pero, lo dicho, que no me meto en este embolado ahora ni loca, aunque no descarto continuación. Gracias por vuestros comentarios
Pues que sepas que pinta muy bien así que deberías animarte... Dale, monito...
No lo dejes, pero tampoco lo quemes en el blog. El comienzo es fenomenal. Que te sirvan de aliento nuestros ánimos.
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