viernes, 5 de febrero de 2010

Los botones

Nunca se me dieron bien las manualidades. Siempre me he preguntado por qué las mismas manos que se mueven con cierta facilidad entre las cuerdas de una guitarra tienen una torpeza tan evidente cuando se trata de formar curvas con un hilo y fijar dobleces. Hace varias semanas que miro mi chaqueta negra sin botón. Cada vez que intento ponérmela me propongo, como un sastrecillo valiente, ir por el costurero y meterme en faena.

Empezar por el principio. Lo primero era encontrar el botón de repuesto en una caja donde guardo todo tipo de chismes y trastos minúsculos: botones, imperdibles, tuercas de pendientes sueltas, pins, retazos de tela, horquillas, pequeñas piedras de bisutería. Depués de 6 años todavía conservaba el botoncillo negro con vetas claras, como una prenda de un toro listón. Primeras pruebas de paciencia: enhebrar el hilo en la aguja. (Siempre agradeceré que me aclararan que el ojo de la aguja del que se habla en el evangelio no se refiere a esa aguja, sino a un tipo de puerta muy estrecha que había en las murallas de Jerusalén). Después de mirar durante un rato al horizonte para recuperar la perspectiva, empecé a coser; si a eso que hice se le puede dar tal nombre. Sólo dos agujeros, bastaba con un movimiento circular de entrada y salida, repetido varias veces y un nudo. Bastaba con echar un vistazo rápido al resto de botones para saber en qué dirección debían ir las puntadas, pero al parecer mis ojos son miopes selectivos.

Nada es más difícil que hacer bien algo fácil. Mi botoncillo negro listón tiene ahora una costura horizontal, y eso lo hace distinto de todos sus congéneres que se sujetan dignos y verticales al borde izquierdo de mi chaqueta. A simple vista tampoco parece que hubisese más diferencias, a menos que se mire por detrás. Mi botoncillo negro parece haber sido cosido por el pico de un mirlo, un nido revuelto, bien distinto de las hebras finas y ordenadas que envuelven a los otros botones, como si fuese una melena negra recién peinada.

Cuando estaba en la primaria, en un colegio de chicas, tenía una clase de costura que aprobé gracias a las dotes manuales y la compasión de mi abuela. Mi costura estaba siempre deshilachada, llena de manchurrones e intentos fallidos de darle a aquel trozo de tela un aspecto de orden. Mi abuela lo tomaba en sus manos, lo lavaba, cortaba los hilos, deshacía las puntadas e hilvanaba nuevamente con tiento y elegancia los hilos, siguiendo las indicaciones del patrón. No tenía unas manos bonitas, pero eran -y son- hábiles y acogedoras. Las manos no son bonitas porque sean estéticamente irreprochables, sino por su capacidad de denotar ternura. Y esas manos eran firmes y flexibles, suaves y fuertes. Las manos más femeninas que conozco, después de las de mi madre. Y nunca llevaba las uñas pintadas.

4 comentarios:

Jesu dijo...

A mí me pasa algo parecido con mis manos, más bien con mis dedos, que tan torpes son para la mayoría de las cosas, pero tan hábiles, en cambio, fueron para tocar la flauta dulce durante el instituto.

Mucha gente se confunde y me dice: "Tienes manos de pianista", sin saber que sólo me quedé en colegial flautista. Pero quién sabe. Probablemente habrían sido manos de pianista si no hubiera tenido que renunciar a aprender a tocar el piano.

Un gran sueño perdido. Son las cosas que tiene vivir en el campo. Algún día tal vez cuente esa historia.

¡Saludos!

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Un saludo AnaCo.

Corina Dávalos dijo...

Pues no lo dejes Jesu, la música es una gran compañera. Espero que te animes con la historia. Gracias por pasarte!

Corina Dávalos dijo...

Y otro para ti Javier.

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