sábado, 28 de marzo de 2020
Dante, mi perro
Mi perro se llama Dante. En realidad su nombre completo es Dante Alighieri Calcetín de San Antón. Cuando fui a escoger el cachorro antes del destete, coincidió con el momento en que, por primera vez, él y sus hermanos salían del nido y podían explorar el jardín. Dante salió al trote, olisqueando y retozando sobre el césped con alegría. Volvía al grupo para meterse con sus hermanos, empujando, mordiendo, trepando. Después volvía al jardín a por los perros mayores. Y lo mismo. Venga a chinchar, instándoles al juego. En un clarísimo ejemplo de proyección, vi que era él, el travieso, el juguetón, el avezado el que se vendría a casa cuando cumpliera dos meses, dejando atrá a su camada.
Parecía un labrador negro, en lugar de un pastor alemán, salvo por los calcetines. La genética le había enfundado unos calcetines pardos en las cuatro patas. Por lo demás era negro azabache. Mi madre quería un nombre fuerte, dos sílabas. Nos gustó Dante, por bisílabo, sonoro e importante. Alighieri vino, para completar el homenaje, y por el parecido fonético de Alighieri con alegría. Lo de Calcetín, lo reconozco, fue algo apresurado. Conforme iba creciendo, iban apareciendo los colores como en una paleta en degradado. Desde el pelirrojo albaricoque, pardo, espiga de trigo maduro y rubio platino. Lo de San Antón, venía de suyo, en honor a su patrono.
Haciendo gala de nombre, nos hizo pasar por el infierno. Llegó, con sus dientecillos astifinos, su incontinencia inicial, sus pequeñas garras de navaja y su manía de morder lo que se pusiera por delante. Los muebles no sufrieron tanto como mis brazos, mi ropa y los cordones de los zapatos de cualquiera que pasase por casa. Luego vino el purgatorio. Entrenarlo, bajo un sol de justicia, para que hiciera sus cosas en el jardín y aprendiera a obedecer órdenes y doblegar así, un poco, su espíritu anarquista.
Ahora, con casi tres años, ya vamos tocando el cielo. Aunque siga siendo un ludópata sin cura. Es alegre, listo, fuerte y cariñoso. Es mi manta por las noches, cuando posa su cabeza sobre mis pies helados. Es mi despertador inmisericorde por las mañana, cuando salta sobre mí –una pata en cada hombro– para evitar cualquier tentativa de quitármelo de encima. No deja de lamerme la cara y, como buen pastor, me lleva, dando tumbos, hasta la ducha.
En estos tiempos de aislamiento, Dante en un gran compañero. Está conmigo mientras trabajo, casi me obliga a salir a jugar con él y hacer ejercicio, tomar el sol el aire. Su mirada tierna y ajena a todo lo que sucede en nuestro pobre mundo, me invita a la ternura y a mantenerme fiel a todos los que la necesitan porque, literalmente, no tienen perro que les ladre. Una llamada, un mensaje, a muchos amigos o familiares con los que no estoy habitualmente en contacto. Unos cuantos todos los días, hasta agotar stock.
Dante me recuerda la importancia de estar presente. Sin alboroto, con discreción, sin invasiones catastrofistas. Simplemente el gesto de hacer saber a quienes queremos que estamos cerca a la distancia. Que podemos abrigarles, como hace Dante con mis pies helados, con una conversación, con un mensaje de serena esperanza, con la disponibilidad para escuchar un desahogo o simplemente charlar de pájaros y flores, reír con tonterías y para matar el aburrimiento, el tedio del #YoMeQuedoEnCasa.
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