lunes, 6 de abril de 2020

Ordenar. Es una palabra que provoca. Es decir, incomoda un poco, quizá por su doble significado. Si es dar una orden o mandar ( ya la que manda es la menda) se hace, ¡ay!,  más atractiva al ego. Lo que sucede es que, salvo a mi perro, no tengo a quién dar órdenes, como no sea a mí misma. Y ahí conecto con la segunda acepción de ordenar: dar armonía a algo. Cada cosa en su lugar y todo eso que nos cantan los niños porque se lo enseñan en la guardería y nos lo recuerdan, de paso. Ordenar también puede ser establecer una jerarquía, una especie de ranking de importancia.

Ahora que prácticamente todo nuestro quehacer se reduce a este verbo, no viene mal pensarlo, además de practicarlo. Hablo con mis amigas, mi familia, lo leo en redes sociales, mucha gente aprovecha estos días de confinamiento para ordenar la casa. Es decir, devolverle la armonía a los rincones que con el tiempo habían sido abandonados a su suerte, a su mala suerte, en concreto. La bodega, el garaje, el armario, el botiquín, los archivos, se desempolvan se limpian, se remozan, nos destapan un chorro de recuerdos Se descarta lo que no sirve y se guarda con mayor cuidado lo que sí. Además, en el momento de poner orden a las cosas, importa mucho poder encontrarlas. Por eso, según cada cual, el orden material puede tener un sinfín de formas. Desde los montoncitos de papeles que parecen un caos sobre la mesa de trabajo, a la perfecta repetición de latas de atún, unas sobre otras en estricto régimen vertical y homogéneo.

Oigo y leo menos acerca del orden interior, es decir, ese que empieza cuando nos damos órdenes a nosotros mismos. A mí me gusta verlo no como un mandato sino también como un modo de auto-armonizarse. Encontrar el difícil equilibrio interior que, en estas peculiares circunstancias, tanta falta nos hace. Porque sin orden, sin armonía no hay paz ni serenidad posibles.



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