Una tarde lluviosa y oscura en Roma. Cinco llamas flameantes arden, a pesar de la lluvia, sobre las ramas mojadas de unos sencillos helechos. La plaza de San Pedro está vacía. Al final de la columnata se han colocado unas vallas donde se ve a unos pocos periodistas que procuran hacernos llegar unas cuantas imágenes que quedarán para la Historia.
Rompe la soledad de la plaza la figura blanca y anciana del Papa, solo. Camina con esfuerzo, dejando que las gotas caigan sobre él como el rocío sobre los jazmines. Va en silencio, recogido, marcando, con cada paso leve, una pisada que retumba alrededor del mundo, que ha callado también.
Francisco habla de todos, por todos y para todos. Hoy es el blanco puente que junta la Tierra con el Cielo. Reza una breve invocación para dar paso al Evangelio de Marcos. Esa escena bellísima en la que Jesús, extenuado, sube a la barca con los apóstoles y duerme, dejándolos a ellos al mando de la nave. Confía en los suyos. De repente, sin haberla visto venir, se desata la tempestad. Y Jesús, tan agotado, no despierta a pesar de la ferocidad de los golpes que las olas descargan contra la quilla. Los apóstoles pierden el control. No quieren tener el control. No pueden tener el control. Se les va de las manos. Se rinden al miedo.
Quizá piensan que Jesús, allí tendido, como ajeno al peligro, es impotente. Necesitan que despierte, que tome el mando, que haga algo que –a ellos– les dé tranquilidad. No les basta su presencia allí, tumbada, como se tumban los muertos, los heridos, los enfermos, los vencidos. Así, humanos como son, razonan sin pensar: así Jesús no nos sirve. ¡Despierta!, le dicen. ¡Haz algo! ¿No te importa el peligro que corremos? ¿Por qué duermes?
Jesús despierta y, todavía adormilado, les recuerda que si están con Él no tienen nada que temer. Ni al naufragio, ni a la muerte. Pero ellos no pueden confiar en su presencia, no mientras dure la tempestad, no mientras Él no tome el timón, no mientras sean ellos, pobres hombres, quienes deban llevar el control en una situación que les sobrepasa. Tiene que ser Él. Eso lo saben, es lo que le piden. Jesús, por su parte, un poco decepcionado y a la vez realista, les recuerda que todavía les queda una brecha entre la necesidad de ver para creer y el sencillo acto de creer. Todavía no saben lo que es la confianza. La confianza, o es absoluta, o no es. Y sólo se puede confiar así, absolutamente, en Él.
Jesús sorprende a los apóstoles. Tiene la tendencia a dar siempre más de lo que se le pide, el prurito de ir más allá de nuestra pequeña ambición, cuando se trata de pedir bienes verdaderos. No va hacia el timón, no organiza, no da instrucciones acerca de cómo llevar la nave. Da una sola orden dirigida a la naturaleza: "¡calla, enmudece!". Y la naturaleza, obediente, pasa a ser segura calma, en lugar de tempestuoso peligro. Navegan sobre otro mar. Un mar que ha sido doblegado por Dios. ¿Serán conscientes?
Hoy callan los hombres, callan las fábricas, callan las calles, callan las oficinas, callan los aeropuertos, callan las plazas, callan los bares, callan las tiendas y gritan las almas, en silencio. Sólo habla el Papa para traer, lo que Marcos escuchó de Pedro, a nuestras vidas. Nos recuerda cómo la historia que contó Pedro, se repite hoy, aquí, en nuestras circunstancias. Y hacemos nuestro el relato. Somos Pedro, o Juan, o Tomás, o Felipe, o Santiago; asustados pidiendo a Jesús que despierte, que tome el control, que haga algo porque nos hundimos. Quizá no lo habíamos hecho en años: pedir, confiar. Y ahora lo hacemos.
Luego, queda la calma. El Papa vuelve a dejar al silencio que hable. Ha despertado a Jesús, lo ha sacado del aparente sueño del Sagrario y nos lo muestra. Lo levanta. Hace que fijemos la mirada en la Hostia Santa, elevada sobre los frágiles brazos de Francisco, que tiemblan al sostener la custodia. Sí, Francisco también tiembla, por que el peso que lleva encima es el de la humanidad entera.
Deja que sea Jesús el que se muestre, el que bendiga, el que nos mire respondiendo a nuestras miradas fijas en una pantalla, al oído que no ve, pero escucha y sabe. Sólo suenan al unísono todas las campanas de Roma. Tañen, venerando con su talán, talán, talán; al Único que puede darnos la esperanza que todos necesitamos. Hablan, gritan, por nosotros.
Me parece que nunca la Plaza de San Pedro estuvo tan llena. Jamás, en ese pequeño espacio, cupo tanta gente de todas partes del mundo. Nunca hubo un vacío tan colmado. Y como el mismo Francisco dijo: en la figura de la Columnata, con su arquitectura dispuesta como dos brazos que quieren abrazar y abarcar a todos, Dios y el Papa nos abrazaron. Y todos nos abrazamos a Él y nos abrazamos entre todos. Paradójicamente, nos juntamos, estuvimos más cerca unos de otros que nunca.
El silencio de hoy no fue el silencio de la indiferencia, del cada cual a lo suyo, del corazón cerrado, del resentimiento que retira la palabra, de la timidez que impide decir que nos importamos. Hoy el silencio fue un estruendo, una oración que estalla, el rumor unido de la voz de todas las personas del mundo. Qué maravilloso silencio. Qué vacío tan colmado.
4 comentarios:
Hermoso!!
¡Gracias, Bella! Fue hermoso vivirlo. Abrazo y cuídense mucho.
Gracias, Anaco
Gracias Corina por dibujar de nuevo con tus palabras aquella escena tan de la épica divina que superó a todo género de cine de conquista o de super heroes y salvadores, pero tan solo de lo humano.
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