Pocos consejos del Evangelio me resultan más desconcertantes que aquél "debéis haceros como niños" (especialmente desde que tengo dos sobrinas pequeñas entre los dos y cuatro años). Tal como está el patio, cabría plantarse ante el Maestro y tener una conversación algo más larga y acalorada que aquella con Nicodemo, a la fresca de la noche mediterránea.
Me siento de vez en cuando en el parque a observar a los niños y me parece más fácil convertirme en un esbelto camello para pasar por el ojo de una aguja. Los niños dicen siempre lo que piensan, algo que en el mundo de los adultos pocas veces se perdona. Pero a ellos les protege su inocencia. Y dejamos que suelten verdades como puños porque intentamos proteger esa manera inocente, recién estrenada de ver el mundo. Esas pequeñas indiscreciones son el museo donde guardamos las reliquias de la autenticidad.
Los niños no se defienden de la verdad, no se preocupan de si queda bien o mal soltar sus ocurrencias, enfadarse o reir ante las ridiculeces de los adultos. Los niños echan margaritas a los cerdos y a los perros. Acarician a los mendigos, muestran compasión sin complejos; de manera natural son astutos y sencillos, perdonan con cierta facilidad, olvidan todo cuando lo que está en juego es volver a jugar.
También los niños sufren. Son especialmente sensibles a la injusticia y la crueldad (a pesar de que ellos mismos pueden ser crueles e injustos como el que más). Viven confiados y esa confianza desmedida, en un mundo tan medido con baremos menos nobles, es todo un reto para los niños ya crecidos. Qué difícil ser niño. Qué hermoso ser niño. Qué arriesgado, ¡madre mía, qué arriesgado! Y sin embargo... quién pudiera, ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario