Alguien más contempló la escena y la completó: una chica que había salido con la marabunta, entró nuevamente a la estación, se acercó al estanco, compró un paquete de tabaco y se dirigió hacia el hombre. Le entregó los cigarrillos con una mano, mientras con la otra le dio una leve palmadita en la espalda. A las crisis hay que ponerles nombre, vestirlas con una chupa negra, mirarlas a la cara y, mejor, a los ojos.
Cada vez se ve más gente hurgando entre la basura, durmiendo en el portal de un banco o –como éste– recogiendo las colillas que otros desechan. A todos –a quien más, a quien menos– nos sobrecoge. Pero en general se guarda un silencio impotente, avergonzado. Parece que cuando vemos a cada persona se nos vienen encima las decenas, los cientos, los millones de personas que van por la vida apenas sobreviviendo. Y nos parece que el problema se nos va de las manos. Y pasamos de largo, en silencio. Pero en realidad nos hemos encontrado a una persona, esa persona. Y para un café, un bocadillo, un paquete de cigarros, una palmadita en el hombro, quizá, ya nos llega.
Lo que vi me recordó la frase J. M. Mora Fandos: "Sospecho que el llamado silencio de Dios es principalmente nuestro silencio sobre Dios". Y yo sospecho que en las penurias de muchos, algo hay de nuestra indiferencia. Quizá lo más digno sea dignificar a quien podamos, uno a uno, en lugar de salir con la marabunta a dar gritos de indignación. Sacudirnos el silencio, pero en voz baja y hablando al oído, o dando palmaditas cuando se pueda.
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