

Después de más de medio siglo sin guerras en Occidente tras el trauma de la I y II Guerras Mundiales en el siglo XX, las generaciones que estamos construyendo la Historia de este primer cuarto de siglo, parece que hemos olvidado que la verdadera tragedia consiste en el olvido de lo esencial. Sustituimos el bien por el bienestar, la verdad por las certezas que nos permitan ejercer el control sobre lo desconocido, el dolor y el esfuerzo. Hemos ocultado la belleza con la banalidad de modas que se elevan a tal gloria que da pena. Hemos preferido que los medios nos digan qué pensar, porque pensar por cuenta propia sale caro, por el precio de los libros y el desprestigio social que conlleva, a menos que seas parte del mainstream amaestrado.
A Dios lo quieren fuera de escena a como dé lugar y se le ataca velada o descaradamente. Las libertades y derechos son machacados en nombre de la seguridad de la tribu, olvidando la máxima que tan bien expresa Javier Gomá en una entrevista (El País, 18 de septiembre 2019):
Si alguien me preguntase cuál será la gran batalla intelectual, moral y existencial del S. XXI, respondería que, sin duda, será la gran causa de la dignidad humana. Como una gran obra maestra que ha sido retocada y restaurada tantas veces que ha llegado un momento en el que lo que aparece sobre el lienzo no se asemeja a la pintura original, hemos de limpiar, restaurar, y seguir pintando inspirados en este noble concepto que está pidiendo a gritos aparecer, no sólo enmarcado en pan de oro para ser contemplado, sino ser llevado a la vida real, al guion práctico de la vida en todo el mundo, en cada mundo personal.
Conservar y hacer brillar la libertad de espíritu es una misión que no se puede prorrogar. Porque necesitamos ver , palpar, escuchar cómo hay gente normal que llega a la cima del Everest y muere rescatando a un amigo. Porque si hay un tipo que cruza Los Andes en invierno con ropas de verano y jirones de un asiento de avión sólo para volver a ver a su padre, necesitamos verlo. Porque necesitamos prestar oídos a quienes se oponen a la corrupción del ser humanos a través de ideologías que desconocen, justamente, la grandeza de la dignidad.
En Everest, hay un diálogo muy bello con mucha enjundia. El grupo que intentará el ascenso, está reunido en el campamento base tomando un trago alrededor del fuego. Uno se pone en plan profundo y pregunta a cada uno: ¿Por qué subes el Everest? Y uno de ellos responde:
"Hay una escuela primaria donde vivo y estuve hablando con esos niños que me ayudaron para reunir el dinero para poder venir y me dieron una bandera para la cumbre. Así que pienso que, tal vez, si ellos ven que un tipo cualquiera puede perseguir sueños imposibles, tal vez eso los inspire a hacer lo mismo. Voy a escalar el monte Everest porque puedo. Porque siendo capaz de subir tan alto y ver ese tipo de belleza que nadie ve nunca, sería un crimen no hacerlo."
No sigo con la historia de Doug para evitar el spoiler. Sólo añadiría algo a esta magnífica reflexión del personaje: también hay una belleza que casi nadie contempla en las simas, cimas y mesetas de cada persona. Sólo hay que aprender y prepararse para ser digno de confianza contemplar así ese sacro paisaje. Podemos y sería un crimen no hacerlo.
Mi sobrina M., que en breve hará 4 años, tiene un poco de lío entre la velocidad digital y la velocidad vital. Ha echado los dientes con la magia del móvil que te da lo que deseas en un segundo y sin rechistar. Los niños van saltando del mundo representado, irreal, tan expedito para satisfacer deseos de inmediato; al terreno de lo cotidiano con su realidad firme y terca en su resistencia al deseo. A veces trastoca el manual de instrucciones, pisa tierra con el chip digital encendido, y el tortazo no se hace esperar.
El otro día, M. quería jugar con un pony en concreto, de los varios que tiene en la colección que comparte con su hermana pequeña, L. La acompañé hasta el bolso donde los tenía guardados. Mientras yo buscaba con gran parsimonia, ella hizo un barrido rápido con la mano y la mirada, y a una velocidad equivalente a dos clicks, empezó a perder los papeles, dando por supuesto que había perdido al pony. Yo miraba su pequeño y dulce rostro, que mostraba sucesivamente un poco de angustia, enojo, frustración; hasta llegar a la desesperación y el llanto.
-¿Qué te pasa?, le pregunté.
-¡No está mi pony!, respondió entre sollozos.
Le hice una caricia y le dije, con un tono sereno y una sonrisa, que no se preocupara tanto, que no lo había encontrado todavía porque la búsqueda aún no había terminado. Ella me aseguraba que no, como dando por supuesto que su búsqueda se había acabado y que del pony no había ni rastro. Me enterneció su certeza. Ella pensaba, con seguridad, que no había más exploración posible. Cuando se tranquilizó, le propuse buscar a mi manera, con calma. Incluso conseguí que se riera gritando como capitán de caballería arengando a su ejército:
- ¿Cómo vamos a buscaaaar?
- ¡Con caaalmaaa!, gritaba ella entusiasmada con la misión.
Así que fuimos sacando los juguetes del bolso, uno por uno, llamándolos por sus nombres, conforme salían de su pesebrera abolsada. Casi no quedaba nada dentro y, al final, apareció la bendita Applejack, tamaño microbio, en una esquina, medio escondida en un rincón de tela. M. la sacó y se puso eufórica.
- ¡Mira tía Co! ¡Aquí está, no se perdió!
Yo celebré con ella y volví al juego de la caballería.
- ¡A ver, M.! ¿Cómo la encontramos?
Silencio... me acerqué a su oído para chivarle lo que esperaba que respondiera: buscando, ¡con calma!
- ¡M.!, ¿cómo encontramos a Applejack?
- ¡Buscando con calma!
- ¿Cómo?
- ¡Buscando con calma!
Lo repetimos 5 o 6 veces, con cosquillas y carcajadas intercaladas, y volvimos a guardar la mini yeguada en su sitio. Poco después, vino L. (dos años y medio) y quiso incorporarse al juego. Quería a la princesa no sé qué. Y antes de que L. pudiese asomar las narices al bolso, saltó M. muy convencida: "a ver, L., no te peocupes, la vamos a encontas, buscando con caaaalma."
Si siempre ha sido importante educar a los niños en las virtudes, que son los músculos de la voluntad, ahora es todavía más urgente. Hay una competencia desleal entre los dos mundos en los que viven, el real y el tecnológico-digital. Los niños necesitan aprender a diferenciar cómo actuar en cada uno, sin mezclarlos. Es fácil rechazar lo que es arduo y requiere esfuerzo, que es casi todo lo que merece la pena en esta vida. M. no era consciente de que, jugando, estaba aprendiendo a ejercitar la paciencia y la perseverancia. Da igual que no sepa ponerles nombre como a los ponys. Lo importante es que sepa hacerlo y que lo haga constantemente hasta que se vuelva parte de su diminuta naturaleza en crecimiento. Necesitan contar con esas capacidades, cuanto antes, mejor.
Necesitan saber cómo se maneja la tecnología que tienen a la mano, pero, fundamentalmente, necesitan saber manejarse a sí mismos, poder disponer de sí y, en la misma medida, estar disponibles para los demás. Saber apreciar lo real con sus resistencias y dificultades, sin pedirle que funcione como una búsqueda en Youtube. Necesitan aceptar que la realidad se resiste y que eso no es un problema, sino un reto. Necesitan experimentar la satisfacción de conseguir lo que no está a su alcance con un movimiento de su dedo, sentir cómo protagonizan sus acciones y sus logros. No lo tienen fácil y, menos aún, los padres. La vida propone, a niños y adultos, entrar en el juego en el que yo me zambullí con M. Todo llega, todo se alcanza, siempre que valga la pena buscarlo: con calma.
Ahora tomo distancia y veo lo absurdo del asunto. Publicar lo que se escribe, se ha vuelto lamentablemente corriente. Merece la pena ser un editor exigente consigo mismo y no publicar nada que resulte, a la larga, vulgar y ordinario. No hace falta insultar expresamente para insultar al lector inteligente. Basta con publicar cualquier cosa, sin pensarlo mucho, ni releerlo para evitar erratas y errores de bulto.
Es importante reconocer que, en las redes sociales, podemos caer en la ilusión de creernos tiburones, cuando –en realidad– somos un atún más en un banco de atunes. Por eso, sobretodo, es fundamental hacer oídos sordos al canto de sirena que entonan los móviles, atrayéndonos hacia una vida de esclavitud tecno-ilógica. Mejor escribir poco, si lo que escribimos está bien escrito y es bueno. Breve o extenso, si bueno, vale, aunque contradiga a Gracián.
Y vuelvo al propósito, pero por otro motivo. Cambio de políticas en mi unipersonal editorial digital. Menos, es más: más calidad, aunque implique menos cantidad. Más tiempo para pensar y escribir con tiento y cariño. Publicar sólo lo que, dentro de mis limitaciones, pueda ser apreciado por mis lectores (no mis seguidores, que no son –necesariamente– quienes me leen).
Desenredarse, en ambos sentidos, puede constituir una virtud específica en los tiempos que corren, y corren mucho. Darle su sitio al Κρόνος y al καιρός, es decir al implacable e imparable tic-tac, que vuelve pasado al futuro con tanta rapidez; y también al remanso del tiempo en pausa, que es el que cuenta para contar nuestra propia historia. De ahora en adelante, procuraré escabullirme de los pescadores, de los que pescan con red y de los que pescan con línea.
Los buenos libros nos liberan: de la abrumadora practicidad del presente y sus circunstancias, del espacio y el tiempo en que vivimos, de los límites para poder conocer a más personas y personalidades. Los libros nos proporcionan el billete para un viaje a otras épocas, a otras situaciones -a veces tan parecidas a las nuestras- desde una mirada diferente. Nos presentan interlocutores interesantísimos con los que se puede extender el diálogo interior por tiempo indefinido.
Yo agradezco esa posibilidad de estar en el casi. Primero, porque quiere decir que la parca todavía no me ha llevado. Y segundo, porque eso me permite aspirar a ser mejor, a estirarme un poco y saber que, si experimento el "casi" como oportunidad, cada día puedo ir un poco más allá, sin frustraciones.
Las acciones puntuales empiezan y acaban, y continúan sucediéndose en ese juego del principio y el final. En cambio, la tarea del perfeccionamiento humano, lo abarca todo, lo mezcla y lo aglutina durante cada día con sus noches. Y el casi, puede ser una ayuda para no desanimarse en ese afán de crecer. Porque –sabemos de antemano– que no alcanzaremos la meta, y no por renunciamos al avance. Hoy casi... Si todos los días vivimos con esa hermosa tensión del que no deja de saltar, para llegar cada vez más alto y más lejos; casi... habremos alcanzado la sabiduría.
Resulta que, para empezar, no se sabe si el santo, efectivamente existió. La primera en la frente. Se supone que fue uno de los tres mártires ejecutados por, no se sabe si, el Emperador romano, Claudio II, o su sucesor, Aureliano, alrededor del año 270 d.C. San Valentín habría sido un obispo que casaba, en la clandestinidad (cosa que ya tiene su toque de romanticismo), a los soldados romanos. En la época, un soldado se casaba con las armas de Roma y no más. El amor humano se consideraba un estorbo y, el matrimonio, traición.
De ahí que Valentín, valientemente, daba a los soldados (doblemente valientes, por ser soldados y por optar por el matrimonio), la posibilidad de formar una familia, saltándose la ley –nunca mejor dicho– alegremente. Al parecer, se llegó a conocer lo que Valentín hacía por los enamorados militantes que, por militares, estaban condenados a privarse de mujer e hijos y lo apresaron. Lo acusaron de ser cómplice de incumplir los mandatos del emperador y de profesar la fe cristiana. Se supone que lo ejecutaron un 14 de febrero, después de negarse a renunciar al cristianismo.
En 1969 se retiró a San Valentín del santoral, pero, para entonces, ya la fiesta se había secularizado y siguió celebrándose al margen del bueno de Valentín de Recia, tal como se celebra hoy. Después de conocer la historia, pienso que más que el patrón de los enamorados, le pega más serlo de los casados por convicción, los partidarios del yo contigo para siempre, incluso si las circunstancias lo ponen muy difícil. Yo, por lo que he visto, el matrimonio es una institución maravillosa, pero que requiere no poca valentía y perseverancia, ambas hijas directas de la virtud de la fortaleza.
Así que, aunque ya no esté en el santoral, yo ya veo la fiesta con otros ojos. Que sea el patrono de los que se enamoran, con el compromiso de llegar juntos mucho más allá del enamoramiento, me parece fantástico. Y en los tiempos que corren, este santo tiene mucho trabajo, más que casando parejas, intercediendo porque se mantengan así, fieles a su compromiso y luchando, como aquellos soldados, por ahondar en el amor conyugal, en el valor de la familia y la alegría que emana de un hogar, en el que la brasa nunca se apaga.
De modo que, con estos matices, ¡feliz día de San Valentín a todos!
Dice Josep Pla, que sus recuerdos más nítidos empiezan en la adolescencia. Yo no sabría decirlo, me parece que los míos se remontan a los dos años o tres. Es difícil saber si lo que conservo son recuerdos, o reconstrucciones a partir de fotos e historias que me han contado después. Las memorias más entrañables están, casi siempre, relacionadas con mis abuelos y mis tías. La casa de la calle Pinto fue la casa citadina de mi infancia. Una casa grande, de tres pisos, que ahora ha sido declarada patrimonio cultural de la ciudad, como tantas casas del barrio de La Mariscal.
Crecían en el patio delantero, un aguacate y dos arupos jóvenes, uno rosa y uno blanco; a los que mi abuelo cuidaba con mucho esmero. A mí me gustaba trepar por sus ramas, para disgusto del abuelo, que veía que el peso de mi cuerpo diminuto no dejaba de ser una amenaza para las ramas más débiles de los árboles. No deja de tener su no sé qué, ahora que lo pienso, que su preocupación se dirigiera más bien a que se rompiera del arupo, una rama, y no, de la nieta, una pierna. Creo que tenía bastante claro quién corría más riesgo y, hombre justo como era, se ponía del lado del más vulnerable.Hace tiempo que pasó la moda de los blogs. Lo bueno es que, poco a poco, el tiempo empieza a convertirlos en un clásico, con esa pinta vintage que tanto gusta ahora. Aquí empezamos a escribir muchos. Encontramos amistades, afinidades, dificultades y escollos que nos pulieron, como personas y como escritores. Como observadores de la vida para contarla.
Cuando cerré este blog en 2011, pensé que nunca más volvería a abrirlo. Se me pasó por la cabeza, alguna vez, hacer una selección de entradas que pudiesen aspirar a ser libro. En otro momento, se me ocurrió reabrirlo tras editarlo sin piedad, para que no se notara tanto el proceso de la aprendiz de bloguera, poeta, escritora, filósofa y a saber qué más; que se desnuda cuando escribe. El año pasado, aprendí que siempre seré aprendiz y que, por tanto, no pasaría nada si se notase. Es más, si se nota, mejor.
De modo que hoy, diez años después, decidí restaurarlo tal como era. Ya lo había reabierto, con trampa. Había conservado el envoltorio y escondido el regalo. Guardé como borrador todas las entradas y empecé a escribir con la ilusión (en sus dos acepciones) del tener un cuaderno en blanco, un presente sin pasado. Hoy queda todo expuesto y me gusta más. Con borrones, con hojas arrugadas y comentarios al margen. Usado, visitado, resucitado.
Hoy he querido caramelizar unas nueces y se han quemado. Cada vez me gusta más la cocina, sobre todo porque allí no hay engaño posible. Cada...