jueves, 17 de octubre de 2024

Puntadas y cometas

Tengo dos patrias, que en algún momento fueron una, y en cierto modo sigue habiendo rezagos de esa participación en la unidad. Platón asentiría. Leo a Delibes y se me mezclan los recuerdos de ambas. Recuerdo el pueblo de mi infancia, Pastocalle, en esa época en que la plaza y la iglesia eran el centro de todos. En la plaza se juntaban los niños con los comerciantes sin estorbarse. En agosto, ambos grupos se fundían en los puestos donde se vendían cometas de colores furtivos. Eran papagayos cubistas, hechos a mano con trozos de carrizo y papel. Venían sin cola y los niños competíamos a ponerle la mejor. 

Yo siempre hacía trampas. Las manualidades nunca han sido mi fuerte. De no ser por mi abuela no habría pasado de primero de primaria. Teníamos clases de costura y el “cuaderno” de la asignatura era un hojaldre de paños en los que debíamos coser una variedad insufrible de puntadas. Mi caligrafía con hilo era ilegible, desordenada y chapucera. La abuela no me consentía evadir el esfuerzo (vano) de intentarlo. Cuando le llevaba la tarea, tomaba el paño entre sus manos y se le escapaba una risita burlona que se dignificaba con su mirada compasiva. Casi siempre el paño estaba arrugado en los renglones en los que las puntadas habían torturado a la tela. Además, había perdido el color blanco para acoger generosamente las manchas que mis manos, impregnadas del verde de la hierba y el polvo de los árboles, habían depositado en la cuartilla de algodón. 

Así que la abuela primero lavaba el paño y lo dejaba secar junto a la toalla de mano de su baño. Después, deshacía pacientemente cada puntada errática que yo, con gran empeño,  había perpetrado. Seco, limpio y sin rastro del hilo que torturaba a la tela, planchaba el paño y empezaba a coser. A mí me maravillaba cómo escribía con las hebras. Templaba lo justo, las distancias entre los trazos eran perfectamente simétricas y la caligrafía que a ella le quedaba era ordenada, elegante y uniforme. Yo creo que lo hacía porque sabía que mi torpeza era incurable y, finalmente, yo no tenía la culpa de no haber heredado sus finas dotes manuales. Hay cosas que ningún denodado esfuerzo es capaz de suplir. 

Con estos antecedentes, ya sabía yo a quién acudir para ponerle la cola a la cometa. Sacaba una caja de galletas Morenita, que lucía unos coquetos lunares de óxido aquí y allá, donde guardaba algunos retazos. Una vez me miró con cierta picardía y se lanzó a recortar la manga de una camisa del abuelo que, seguramente, ansiaba sacar de circulación con una buena excusa. Y qué mejor  justificación que un servicio al ojito derecho de su marido. Las cometas que llevaban el toque maestro de la abuela volaban las que más. Y toda la torpeza que me caracterizaba en las manualidades, se esfumaba cuando se trataba de correr por un potrero, dejándome llevar por la ilusión de volar junto al viento. Mi papagayo cubista se elevaba a la vez que yo sorteaba los desniveles de la tierra, la hierba y las boñigas. Todo empezaba en la plaza del pueblo. En esos agostos de mi infancia que se han perdido para siempre.    

domingo, 13 de octubre de 2024

Picaresca

Ayer celebramos el Día de la Hispanidad. Yo, impuntual y secundaria, lo celebro mejor hoy. Sigo buscando la manera de evitar una lucha cuerpo a cuerpo con la pereza y me empeño en encontrar nuevas tácticas de guerrilla. En lugar de buscar la hidalguía de espíritu, tan recomendable, me decanto por la picardía. 

En otros terrenos soy capaz de lanzarme a la lucha  con audacia caballeresca, en los terrenos de la pereza, no. Y me viene muy bien la picaresca como alternativa. Estaba cavilando acerca de cómo aprovechar mejor las distracciones para escribir. Cuando veo una serie en el ordenador y me aburro, empiezan a venir las ideas en cascada. Si cojo el ordenador para abrir un documento y quito la serie, las ideas huyen. 

He recordado que mi madre tiene un teclado para su tablet que no usa nunca. Voy a por el teclado y lo conecto a mi IPad. ¡Funciona! Pongo la serie. Mientras trato de pillar nuevamente el hilo de la trama, empiezan a venir las ideas. Yo estoy lista para recibir a estas intrusas invitadas y empiezo a teclear. ¡También funciona! 

El bisbiseo ininteligible del protagonista amortigua el ruido de la calle y me distrae de la distracción. Dante levanta la cabeza, mira con desconfianza al nuevo artefacto y se tumba nuevamente a mis pies con resignación. Yo sigo tecleando. Un poema titulado Matrioska empieza a tomar forma. No tengo prisa por terminarlo hoy. Ya habrán horas en blanco por el insomnio y series que inviten a las intrusas. A mí me basta con encontrar una nueva táctica y celebrar, a toro pasado, la herencia hispana de la picaresca. Es un magnífico lazarillo para mi cobardía.


lunes, 30 de septiembre de 2024

Aforismos I

Aforismos

Pocas cosas avivan tanto la necesidad de escribir como el estudio. Empecé a escribir poesía para escapar del tedio de la tesis. Ahora que me preparo unas oposiciones, procuro que la escritura no sea una huida, sino un fruto amable de la pereza en alianza con la inspiración, que me pilla  –casi siempre- trabajando. En lugar de hacerle el quite, me ahorro el esfuerzo de huir, voy al bloc de notas que procuro tener siempre a mano y apunto. En lugar de ser una interrupción molesta, se convierte en una continuidad natural. El secreto está en apuntar y dejar en reposo para retomar en el momento oportuno. Por la noche leo, reescribo, desecho. 

Si gustan o no, si son buenos o malos, que lo digan los pocos lectores que lleguen aquí. Yo ya gano mucho logrando que la pereza no logre arrebatarme la concentración. Ya tengo sobrada experiencia de mis fracasos al tratar de ganarle en una confrontación directa. Así, la utilizo como aliada y me canso menos. Si además, alguno de estos apuntes sale bien, ya es doble ganancia. 




*Gran parte de la vida consiste en evitar ser gobernados por el miedo. 

*El instinto primario de ataque y huida se disfraza de razones. Podemos ser salvajes muy sofisticados. 


*Huir del problema sólo es eficaz si el problema no lo llevamos dentro. 


*El diálogo sincero es una puerta a la verdad sobre nosotros mismos. Cerrarse al diálogo es una forma de autoengaño. 


*No es la fortaleza la que vence al miedo, es la esperanza. 


*El corazón y sus sinrazones: querer que la mano que le hiere, ofrezca la caricia que le cure. 


*Por el camino de la cobardía se llega rápidamente a la crueldad. 


*Mientras vivimos, ningún final es definitivo.


*Huimos para no mirar al dolor de frente. Tarde o temprano nos alcanza. Huir sólo retrasa ese encuentro inevitable. 


*Equivocarse por confiar es un error. Equivocarse por desconfiar, dos. 


*La paradoja del amor: para hacernos grandes debe primero hacernos pequeños. 


*Ponerse a la defensiva es protegerse hacia afuera de la espada que blandimos desde dentro. 


*El reclamo es un forma torpe de pedir un desagravio. 


*El reproche es la forma vengativa del reclamo.


*El diálogo no se interrumpe por el silencio, sino por la indiferencia. 


*La indiferencia es la cara cobarde del amor. 


*La mejor manera de combatir la pereza es encauzarla hacia una tarea noble. 








lunes, 6 de mayo de 2024

Familias imperfectas


 

A menudo, cuando se habla de la familia, se presenta un modelo ideal. Y está muy bien manejar arquetipos, historias y ejemplos dignos de imitar para mirarlos de reojo, de vez en cuando, con ánimo de aprender o simplemente para sentir una sana envidia. Lo cierto es que las familias provienen cada una de su padre y de su madre, es decir, son un maravilloso caos ordenado en el que la unidad y la diversidad encuentran siempre una manera de convivir. 

En la familia encontramos gente de lo más dispar, unida por los lazos de sangre, por la historia íntima que se bifurca indefinidamente hacia arriba y hacia abajo, por las vivencias de esa historia –dividida y multiplicada– por los puntos de vista de cada uno de sus miembros. Encontramos a personalidades y generaciones diferentes que viven dentro de y se acomodan a esta insólita unidad en la que han sido arropados y aceptados como son y como serán. 

En la película Vive como quieras, de Frank Capra (1938), asistimos a la vida de una familia casi real, es decir, un auténtico circo. Cada uno, con sus peculiaridades y excentricidades es querido sin ser juzgado. La total naturalidad con que se miran entre sí, al margen de juicios, quejas, imposiciones y conflictos, es una delicia y un delirio. Libertad y buen humor son el suelo firme en el que todos pueden apoyarse para saltar hacia el desarrollo de su manera única de ser. La ocurrencias de cada uno no son toleradas por los demás, son bienvenidas y apreciadas. 

Quizá el secreto de una familia feliz es precisamente éste: la capacidad de acogida entusiasta. Para lograr  una familia buena, es necesario aprender a, en palabras de Chesterton, "amar lo distinto y lo incómodo". Nadie en la especie humana es perfecto, sí perfectible. La familia es el lugar en el que cada uno se perfecciona mediante la educación, el diálogo, el respeto, el desarrollo de la intimidad y la habilidad para compartir. Nada de esto es posible sin los roces previsibles. Por eso, no es ningún escándalo, ni nada sorprendente que en la familia haya malentendidos, altercados, riñas. 

Lo importante es que, cuando aparecen esos factores de dispersión individualista, que pretenden aislar en el resentimiento, se aplique la fuerza contraria para volver al centro: el perdón. El papa Francisco lo dice de una manera muy gráfica. "No es un problema si alguna vez los platos vuelan – en familia, en las comunidades, entre los vecinos –. Lo importante es buscar la paz lo más pronto posible, con una palabra, un gesto." La familia es el lugar donde los platos de más valor son aquellos que han volado, se han roto y en los que se han vuelto a juntar las piezas con el pegamento de la reconciliación. 

Para Rafael Alvira, filósofo madrileño, la virtud familiar por antonomasia es la magnanimidad, la grandeza de ánimo. La magnanimidad es la virtud que impulsa a buscar lo óptimo para sí mismo y para los demás. Por eso, en Vive como quieras, los Vanderhof son viables como familia. Tienen unos principios morales muy bien asentados y compartidos. No se trata de hacer lo que a cada cual le viene en gana,  sin más. No se trata de ser una comunidad en la que se empuja a cada uno hacia un camino que va directo a la ruina, poniendo al bien y al mal como iguales. 

Se trata más bien de comprender que hay tantas maneras de hacer el bien como personas hay en este mundo. La grandeza de ánimo, como ambiente y actitud, permite y fomenta que cada uno busque y encuentre su propia manera y se lance a descubrirla en la práctica, con la confianza de que siempre tiene el respaldo de los suyos. Parafraseando el título de la película, se trata de que en la familia vivas el bien como quieras

Paradójicamente, para cultivar ese ambiente es imprescindible renunciar a los planes de bien que cada uno quisiera para los demás. Muchos de los roces que se repiten una y otra vez por la misma causa, tienen que ver con esta voluntad de dominio y dirección. La críticas, las quejas, los reclamos tienen, en las familias buenas (y también en las no tan buenas) un origen en la pretensión de corregir.  Co-regir es regir-con quien se rige de manera autónoma. Y compartir la propia dirección es algo que nadie está dispuesto, de buenas a primeras, a consentir. Por eso, la críticas, las quejas y los reclamos, además de generar tensión, son absolutamente estériles e incluso dañinos. La magnanimidad no impone, invita; la grandeza de ánimo dialoga, comprende y, sólo desde ese lugar de confianza mutua, se permite que surja la sugerencia. Sólo así se ofrece y se recibe una "corrección" como una ayuda constructiva y fértil.  

La familia imperfecta es el lugar más perfecto en el que estar y el que más necesitamos cuidar. Volviendo a Chesterton, "el lugar donde nacen los niños y mueren las personas, donde el amor y la libertad florecen, no es en una oficina, ni en un comercio, ni en una fábrica." Es la familia, la familia imperfecta, en la que caben los platos voladores, las vajillas refaccionadas y los locos apasionados por vivir el bien, interpretándolo a su manera. 


 

sábado, 4 de mayo de 2024

Dejad que los niños se acerquen a Mí

Uno de los sacerdotes que celebra la misa en la parroquia cuida especialmente la liturgia. Acompañado por el monaguillo, un chico de unos 12 años, celebra con gran devoción, sin separarse del rito romano ni por un instante. 

El niño lo hace de maravilla. Perfectamente vestido, serio y atento a cada rúbrica, además canta como un angelito. Esta semana nos sorprendió con el salmo cantado a capella, con una voz tersa, suave y aguda. Al principio, los fieles no atinaban con la melodía de la respuesta, pero –poco a poco- todos se unieron en coro al canto, redescubriendo la salmodia y uniéndose a la antiquísima tradición de la Iglesia desde el siglo I d.C. 

Después de rezar dos veces, como dice San Agustín que sucede cuanto se canta, nos quedamos en un estado de recogimiento y silencio poco habitual. Después de esta experiencia, los rasgueos de la guitarra y los cantos bienintencionados del coro, se sentían extraños. 

Curiosamente, en la misa de niños del domingo, en la misma parroquia, todo se pone de cabeza. Guitarras y batería a todo volumen, sólo se lee el evangelio y se saltan las lecturas y el salmo, la homilía es larguísima y al final se reparten golosinas. A diferencia del niño que entona el salmo, que ha tenido la oportunidad de descubrir la grandeza y la belleza de la liturgia, los otros niños tienen esa puerta cerrada, se les niega conscientemente esa opción. 

Ratzinger decía, en su breve ensayo sobre La belleza, que "la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra toda negación, son de un lado los santos y de otro la belleza que la fe ha generado", es decir: el arte sacro.  De alguna manera, la búsqueda de la santidad requiere de la búsqueda de la belleza, es parte del camino.  Los niños que entran en contacto con la fe necesitan ver y oír en la misa algo diferente, algo que no se encuentra sino allí, algo que sea en sí mismo un pequeño "resplandor de la Gloria de Dios". 

Ofrecerles sucedáneos, competir con las realidades terrenas en la misma cancha para hacerles atractiva la misa es un error y una pena. Parecería que, en el fondo, la fe y la confianza en la gracia de Dios pasan a un insignificante segundo plano. Como si entrar en contacto con lo sagrado no fuese suficiente atractivo. 

La Belleza de Cristo, que se oculta en la Cruz y en la eucaristía, se hace presente en la liturgia, en especial en la música sacra. El arte cristiano, también la música, tiene como cometido herir el corazón sin necesidad de grandes razonamientos y disquisiciones. La belleza, como dice Ratzinger, hiere si es verdadera: "Belleza es conocimiento, ciertamente, una forma superior de conocimiento puesto que golpea al hombre con la grandeza de la verdad". 

Tenemos una tradición riquísima de música sacra que ha vencido, siglo a siglo, la barrera del tiempo y los usos de las épocas, las modas y la improvisaciones. Tenemos un tesoro de Belleza que ha inducido a los hombres a una experiencia única de la fe, diferente a cualquier experiencia estética mundana y es, precisamente en esa diferencia, donde el alma constata la distancia entre Dios y el mundo, la superioridad de la vida de fe frente a la vida sin Dios. 

Los niños no necesitan encontrar en la misa de los domingos más del mundo. Cualquier homilía, por estupenda que sea, jamás estará a la altura de la palabra de Dios. Ninguna golosina podrá ofrecer lo que se ofrece en el sacramento de la comunión "que contiene en sí todo deleite". Los niños necesitan encontrarse con la Belleza y con la transformación que opera en quienes hiere, es decir, con los santos. 

Si los domingos los llevamos a ese encuentro, Dios entrará en el corazón de los niños. Si por el contrario, montamos un show mundano para llamar su atención, los niños se llevarán, por unos minutos (lo que tarden en entrar en el siguiente show a través del móvil) un pequeño entretenimiento que sumar a los que experimentan habitualmente. Si un niño (el monaguillo) ha sido "herido" por la belleza sobrenatural de la liturgia, no hay motivo para pensar que los otros niños no puedan experimentar esa misma vivencia de la oración eterna de la Iglesia que es la liturgia. 

Si no educamos su sensibilidad para la cosas de Dios, si no los envolvemos con ese espíritu de lo sagrado (sancta sancte tractanda sunt) tratando santamente las cosas santas, no les haremos la fe más atractiva. Les ocultaremos la verdadera fe y les ofreceremos, como mucho, un pobre espectáculo mundanizado, que les estorba el acceso a la Belleza de Dios. 






lunes, 29 de abril de 2024

Las cartas

  


    Las cartas piden y permiten una pausa. ¡Qué delicia era escribirlas y recibirlas! La primera vez que salí de casa, fui a dar a un pequeño pueblo de Lugano, en la Suiza italiana. Las cartas, por entonces, monopolizaban el ámbito de la comunicación íntima. La carta era el lugar de la introspección, de la reflexión sobre las experiencias, de la descripción demorosa de paisajes nuevos. Había que pensar mucho para escribir. Cada frase era minuciosamente estudiada, para evitar los tachones en el papel, o para evitar reescribir lo que ya se había logrado culminar, por culpa de la precipitación o del despiste. 

    Al escribir una carta, además, había que sumergirse en el otro, imaginar sus reacciones, sus gestos, aludir a historias compartidas, avivar el recuerdo. Difícilmente en una conversación podríamos ensimismarnos tanto en la otra persona, sin causarle cierta incomodidad. Y en cambio, las cartas no sólo lo admiten, sino que en cierto modo lo requieren. En el papel había que dejarse el alma y el cuerpo. Escribir con trazos elegantes, azules, entintados.  Impregnar el papel con tinta y perfume, para entrar al corazón usando el atajo del olfato.  

    Con la llegada del e-mail, el ritual de escribir cartas se desvaneció. La carta perdió su monopolio en favor de la inmediatez. Y con el olvido de la carta, se nos ha olvidado también una manera entrañable de conocernos a nosotros mismos y a los demás. Olvidamos una forma muy honda de querer. 

domingo, 26 de noviembre de 2023

Gansos, pavos y volcanes


Los gansos mordían. Pero, a diferencia de los perros, los gansos daban miedo. Eran seis; cuatro blancos y dos habanos, siempre juntos graznando al unísono, desafinados. Yo tenía mis tácticas de evasión. A cierta velocidad y en línea recta, podía escapar en la bici; y me gustaba probarles que, en ciertas circunstancias, yo podía pasar entre ellos a pesar de que me superaban en número. Yo no entendía qué le veía de bueno mi abuelo a esas seis bestias emplumadas que amedrentaban más que un encierro. 

Los pavos reales eran otra cosa.  A esa pareja la seguía a poca distancia y ellos, respetuosos y serenos, se dejaban admirar.  El macho arrastraba su cola, el cuello erguido, lento y despreocupado. La hembra, vestida de pardo y verde, le seguía el paso con discreción y aplomo. 

Mi familia convivía con la belleza del paisaje y los animales sin acostumbrarse. Cada vez que el Cotopaxi se dejaba ver de cuerpo entero, alguien avisaba a los demás. Lo mismo cuando el pavo se ponía ostentoso y mostraba su plumaje tornasolado en abanico. Todos dejábamos lo que estuviésemos haciendo y salíamos a contemplar juntos esa belleza, imponente o exótica, que se nos daba por un momento. Luego venían las nubes a ocultar la nieve del volcán, el pavo se cansaba de pavonearse y volvía a arrastrar la cola. Cada uno volvía a sus quehaceres con una sonrisa dilatada. 

Al atardecer, encendíamos la chimenea y escuchábamos los graznidos desafinados de los gansos. Y hasta eso lo recuerdo como una melodía que, hasta ahora, me descansa. Creo que por fin comprendo qué veía mi abuelo de bueno en sus gansos. 



lunes, 20 de noviembre de 2023

Un pecado nada original


Poco a poco se van perdiendo las raíces de las palabras y sus acepciones iniciales. Es lo que pasa con la palabra original, que ha quedado como antónimo de lo que era al principio. Cada vez que me encuentro esta palabra, alude a algo único, que no tiene igual. Y me puse a pensar que, con este uso cada vez más frecuente, menos se entendería con el tiempo la expresión pecado original, es decir, de origen, de nacimiento, de naturaleza. Y como la naturaleza es el origen de todos, de singular no tiene nada. 

Yo este pecado nada original, en el sentido de que no tiene nada de excepcional y de él no hay quien se libre,  lo experimenté desde muy pequeña y a conciencia. Con sólo tres añitos, decidí que me aburría y que había que hacer algo para crear algo de diversión. Yo era la única hija, nieta y sobrina de mi familia. 

Mi madre estaba embarazadísima de mi primera hermana y no andaba para muchos trotes. Mi padre estaría ocupado con el periódico. Mis abuelos trajinando; él en el campo y ella en la cocina. Había casa llena, así que imagino que mis tíos y tías estarían cada uno en sus cosas y no les apetecería jugar con la niña de par de mañana. Pero la niña quería jugar.  Y jugó, al escondite. 

Entré en el cuarto de huéspedes, mirando muy bien que nadie me viese, y me metí debajo de la cama. Al principio no fue nada divertido. Tardaron un rato en echarme de menos y la espera se hacía cansina. Pero recuerdo el morbo. Esa sensación de estar montando un escenario en el que se estrenaría una obra,  orquestada por una manipulación, pero arte al fin. Era muy consciente del montaje y que entre la picardía andaba también la mala baba, allí, bajo la cama, con frío, respirando el polvo del suelo. 

Empezó el primer acto. –¿Alguien ha visto a AnaCó?, dijo mi madre. "No", "yo tampoco", "estaba fuera," "yo la vi en la cocina", "estaba por aquí", "¿se habrá ido con papá?". Comenzó la búsqueda. Me llamaban por mi nombre, al principio con tranquilidad. Luego el tono y la tensión subían, como la espuma de la leche recién ordeñada en la olla que hervía, antes del desayuno. Lo que hizo que se derramara, no lo tenía previsto. 

Mi padre era parte del gobierno entonces, el primero después de la dictadura del Bombita Rodríguez. Por lo visto, recibía amenazas. Incluso a mi madre, en un acto público, se le acercó alguien y le endilgó un papelito en la palma de la mano, que llevaba un mensaje intimidante. Así que, mis padres no andaban para bromas de desapariciones. 

La casa de la hacienda, por entonces, estaba muy apartada del pueblo. Los caminos de tierra que llevaban hasta allí no los transitaban sino las vacas y se podía escuchar perfectamente cuando se acercaba un coche. Yo escuchaba plácidamente los pasos apurados, los gritos, se me subía el corazón al gaznate cada vez que alguien entraba a la habitación de huéspedes, esperando que de repente mirarían bajo la cama, me agarrarían de un pie, me arrastrarían fuera de mi guarida y me llevarían delante de mis padres para que me cayera la que tuviese que caer. 

Para mala suerte de todos, nadie me encontró. Y alguien de repente dijo: yo oí un coche. Sin pensarlo mucho, ataron cabos: "estaba fuera", "oí un coche", las amenazas; ergo, la secuestraron. Y en ese momento aquello pasó de comedia a drama y de drama a tragedia. Mi nombre se escuchaba entre sollozos. Lo que se oía por toda la casa era el llanto imparable de mi madre, embarazadísima e impotente, a mis tíos corriendo por las habitaciones, unos, por el jardín otro, a mi abuelo entrando por la puerta: "acompáñame y vamos a buscarla, tengo el revólver en la camioneta". 

Se me había ido de las manos y lo sabía. Lo que no sabía es cómo salir de debajo de la cama, tras una media hora larga de haber estado allí observando la que había montado, callada como una muerta. ¿Cómo lo justifico? Y, claro, la única manera de salirme por la tangente era mintiendo. De directora, pasé a ser protagonista y a prepararme para la interpretación de mi vida. Y allí que me planté, forzando bostezos y carita de desconcierto; huyendo hacia delante y preguntando con falsa inocencia, ¿qué pasa?

Mi padre me tomó del brazo, me clavó una mirada que me desarmó y me dijo escuetamente: ven a pedirle perdón a tu madre. Entré en la habitación. Mi madre estaba allí, con su vestido pre-mamá, la cara roja, hinchada, llorando como una recién nacida. No sabía si me abrazaría, me daría un sopapo o ambas consecutivamente. Yo sólo pedía perdón, la acariciaba y pedía perdón. Ella sólo lloraba. No recuerdo la reacción de nadie más, sólo mi madre hecha unos zorros por mi culpa, sufriendo sin motivo porque la niña se aburría, quería jugar y jugó con lo que no debía. Tenía tres años. Y supe en ese momento que ser malo es facilísimo. Y que para llegar a la inocencia, hay que pelear con los demonios que nos habitan, desde el origen. 


miércoles, 27 de abril de 2022

Planes como flanes

Que la vida no sale como uno la planea, lo sabe bien cualquiera que haya pasado la barrera de los 30. A partir de ahí, podría hacer una burda generalización y decir que, más o menos en ese punto, empiezan a bifurcarse las vidas en dos grupos: los que saben ser felices con lo que tienen y sacarle el máximo partido y los que van acumulando amarguras, empecinados en rumiar los sueños y deseos que no se dieron como lo habían planificado. Lejos de mí sugerir cualquier tipo de conformismo. A lo que me refiero es que, sólo podemos construir a partir de lo que hay y desde el presente. Sólo desde ese sabio realismo se puede mirar hacia un ideal e ir a por él. 

A los 25, mi futuro consistía en una fulgurante carrera académica. A los 35,  en una fulgurante carrera en comunicación corporativa y a mis 45 empiezo nuevamente a vislumbrar hacia dónde quiero encaminar mi vida mañana, jueves, con mi modesta "to do list". No miro ni muy lejos, ni muy alto. Sólo trato de mirar más hondo. Me ha costado lo que llevo de vida aprender algo que habían tratado de enseñarme desde mi más tierna infancia. Cuando empecé a andar (antes de cumplir un año para desgracia de mi madre), la santa mujer ya me había enseñado la única receta para una vida feliz y colmada: un paso después de otro. Casi medio siglo después, empiezo a comprender qué tan certero era el consejo, para cualquier ámbito de la vida. 

Tras unos años de tropiezos, caídas y colosales leñazos, a causa una salud más bien precaria y una porción de mala suerte, nada salió como había planeado a los 25, ni a los 35. Como dicen (y dicen bien) que la vida empieza a los 40, llevo apenas 5 años cumplidos, con la ventaja de que ahora ya me tomo en serio lo de los pasitos consecutivos. 

Procuro disfrutar de las temporadas en las que estoy hecha un toro y acepto mejor las que no pueden ser tan productivas como me gustaría. A veces mis pasos son largas y ágiles zancadas, otras son lentas y cortas pisadas (veo pasar a las hermanas tortugas como flechas). Lo que cuenta es no dejar de avanzar hacia el ideal, como buenamente se pueda. Cada uno, fiel a la vocación personal que viene inscrita en el misterioso nombre que se nos revelará en la vida eterna, va esculpiendo su historia en el tiempo. Y se va haciendo patente en la medida en que se avanza, sólo así. 

Pero, para avanzar, ese ideal que da sentido a todo, debe estar claro. Caminar hacia adelante y avanzar no es lo mismo. A veces se avanza retrocediendo. Tirar pa´lante –sin más– no vale. Ese ideal que, como todo fin verdadero sólo se encuentra en el principio, no puede ser un fin externo: cargos, dinero, publicaciones, éxito medible. El más alto ideal es vivir de manera que Dios y la propia libertad, jugando la partida de la vida como un partido de dobles, lleguen al final como si fuesen un sólo jugador. 

No hay un partido igual a otro, sólo está tu partido. Dar todo, disfrutar del esfuerzo, de las jugadas redondas y de las bolas fuera, de la facilidad que da la práctica, de las dificultades de los comienzos continuos, de los masajes suaves y las rehabilitaciones duras tras una lesión. Seguir en el torneo con tu compañero, siguiéndole el juego. Un paso detrás de otro. Un golpe, un punto, un set. Final del torneo: todos habremos ganado. 


domingo, 9 de enero de 2022

Propositología

 Fiel a mi impuntualidad respecto a lo que marca el Κρόνος, empiezo a elaborar mis propósitos para el nuevo año con el inicio del Tiempo Ordinario de la liturgia católica. Para mí, hace sentido (fiel a lo que sugiere el καιρός) esperar a que pase la vorágine de las fiestas y el chute de adrenalina colectiva que nos inyectan las campanadas, para pararme a pensar qué quiero proponerme para 2022. Lástima que el inicio caiga en lunes, que es el día de la semana que sustituye a la Nochevieja cuando el tiempo corre, tan corriente, que necesitamos un placebo para la novedad. Aún así, hoy me dispongo a meditar sobre mis propósitos, a concretarlos y, ¡ay! lo más difícil, comprometerme en alcanzarlos. 

Una de las ventajas de ir a rebufo es que, mucha gente ya ha compartido sus recién estrenados propósitos por distintos medios. Benditos sean. Me dan ideas magníficas que puedo copiar sin pudor y sin pagar regalías. Quienes intentan recomenzar en el camino de la virtud, suelen tener mucho en común con otros ("mon semblable,— mon frère") que tratamos, trastabillando, de tonificar el alma, una vez más. Las concreciones y ejemplos son variadísimos, de modo que puedo hacer variaciones sobre los temas centrales, mis propios arreglos a la misma melodía. Lo único verdaderamente original consiste en hacerlo yo y ahí está el reto del compromiso y el poco o mucho margen para la novedad. 

Incluso es muy de agradecer que algún amigo declare públicamente su primer fracaso y lo haga tan deportivamente como Enrique García-Máiquez sabe hacerlo. Esa capacidad de driblar los obstáculos de los escrúpulos, bien vale un propósito. Nada cae en cántaro roto. También los fracasos iluminan (y consuelan, ejem.) Yo, que en breve estaré equidistante a los 40 y los 50, me voy conociendo y prefiero hacer pocos propósitos que sean asequibles, sin renunciar al esfuerzo de conseguirlos, si salieran de suyo, no necesitaría proponerme nada. Y tan ingenua no soy, respecto de mí y de la naturaleza humana. 

Otros aportan clasificaciones que no están de más para afinar la puntería y no andar mezclando churras con merinas. Ricardo Calleja dejaba un hilo de autoayuda que con el trajín del 31 de diciembre habría pesado como una loza y, en cambio, hoy se hace más digerible para dirigir la Propositología a buen puerto.  Y cómo no, están los resúmenes de 2021 con las mejores lecturas, series y películas que, con calma, se ven con perspectiva y realismo. ¿Cuántas de estas maravillas haré caber en este año? Realismo que compite con lo que cuentan muchos que les han traído los Reyes y que engrosan la lista de deseos que espero ver cumplidamente leídos. 

No hablaré de mis propósitos, aunque agradezco infinitamente a quienes me han ayudado, de una u otra manera, a formularlos. Prefiero ir cumpliéndolos y que se noten, o que los note –y lo anote– yo, para empezar. Y para cerrar con broche de oro el tema del tiempo litúrgico y los propósitos para ensalzar lo cotidiano, este año ha coincidido este día con el 120 aniversario del nacimiento de San Josemaría Escrivá de Balaguer, el santo de lo ordinario. Así que, mi lista lleva puesto el sello del patrón, por si me faltaran motivos para la esperanza o fortaleza para no decaer en el empeño. Más no se puede pedir. 



miércoles, 22 de diciembre de 2021

La crisis del todo por la parte

 Séneca describe bien los síntomas de una crisis de identidad, (de los 30, de los 40, de los 50 o como quiera llamarse):


"Todo lo que hice hasta estos mismos instantes, quisiera mejor no haberlo hecho: cuando reflexiono sobre lo que dije, envidio a los mudos: todo lo que deseé lo considero maldiciones de los enemigos; solamente lo que temí, justos dioses, fue mejor que lo que ambicioné. Rompí las amistades con muchos y (...) ni de mí mismo soy amigo todavía." 

Lo más llamativo, quizá, es esa enmienda a la totalidad: "todo lo que hice, dije y deseé", que siempre tiene una carga excesiva. Cada vez soy menos amiga de las enmiendas a la totalidad. Quizá Séneca, que no era cristiano, no habría meditado suficiente la sabiduría que esconde ese cuidado que Dios pone en no llevarse el trigo con la cizaña. 

Eso sí, es más fácil dar esquinazo al todo que examinar las partes. El todo siempre tiene el riesgo de quedarse en algo abstracto, general. Las partes son lo concreto: los errores, las faltas, las culpas singulares: eso que hice o dejé de hacer en aquél momento, eso que dije o no dije en aquél otro, ese deseo que dejé que creciera, ese otro que dejé que se marchitara. En una conversación de media hora, lo que dije durante esos dos minutos, en aquél encuentro de días lo que hice durante esa media hora. Dentro de aquél deseo, ese matiz.

Sólo en lo concreto hay redención. De lo contrario se rompen amistades, como bien dice Séneca, con otros y con uno mismo. Y es que en esa manera de juzgar el todo es seguro que hay más posibilidades de llegar a un juicio equivocado. Y empezar a corregir el rumbo con un juicio injusto, no parece que tenga muchas posibilidades de llegar a buen puerto.

Vamos siendo en el tiempo, distintos y los mismos. El tiempo trae esas pequeñas partes que formarán, algún día e inevitablemente, un todo irrompible. Entonces y sólo entonces observaremos el valor de cada parte, de cada cosa pequeña que hicimos u omitimos, que en cada minuto estuvimos siendo. Así mirado, además de entronizar lo pequeño y lo presente, podemos también liberarnos del pasado que pesa como muy poco o demasiado. La enmienda a la totalidad es síntoma de pereza y vanidad: pereza para examinar la parte y vanidad para creer que todo cabe en un juicio humano. 

Mejorar en pequeñas oportunidades es asequible a cualquier bolsillo, incluso cuando el alma parece andar en números rojos. Quién fui o quién seré, esa no es la cuestión. Andar buscándose donde no se está, en un tiempo descolocado, es la mejor receta para no encontrarse nunca. Juan Ramón lo dice como sólo a él sale: 

Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo (...)

Cómo voy a ser yo si me empeño en negar mi tiempo, mi parte, mi pequeño tesoro escondido en este mismo segundo. 


martes, 14 de septiembre de 2021

Silencios

Recordaba hoy una escena. Era Madrid en invierno. Por la mañana, llegué a la estación de tren y vi la siguiente: un hombre, bien vestido, paseaba haciendo círculos delante de la puerta de la estación. Esperó a que saliera la gente. Cuando aquello se quedó vacío, empezó a recoger colillas del suelo, esas que se tiran a medio consumir por las prisas. Debió de encontrar cinco o seis. Se las metió al bolsillo de la chupa negra y se sentó a fumar en una banca donde pegaba algo del sol frío de la mañana. Se me encogió el corazón. 

Alguien más contempló la escena y la completó: una chica que había salido con la marabunta, entró nuevamente a la estación, se acercó al estanco, compró un paquete de tabaco y se dirigió hacia el hombre.  Le entregó los cigarrillos con una mano, mientras con la otra le dio una leve palmadita en la espalda. A las crisis hay que ponerles nombre, vestirlas con una chupa negra, mirarlas a la cara y, mejor, a los ojos. 

Cada vez se ve más gente hurgando entre la basura, durmiendo en el portal de un banco o –como éste– recogiendo las colillas que otros desechan. A todos –a quien más, a quien menos– nos sobrecoge. Pero en general se guarda un silencio impotente, avergonzado. Parece que cuando vemos a cada persona se nos vienen encima las decenas, los cientos, los millones de personas que van por la vida apenas sobreviviendo. Y nos parece que el problema se nos va de las manos. Y pasamos de largo, en silencio. Pero en realidad nos hemos encontrado a una persona, esa persona. Y para un café, un bocadillo, un paquete de cigarros, una palmadita en el hombro, quizá, ya nos llega. 

Lo que vi me recordó la frase J. M. Mora Fandos: "Sospecho que el llamado silencio de Dios es principalmente nuestro silencio sobre Dios".  Y yo sospecho que en las penurias de muchos, algo hay de  nuestra indiferencia.  Quizá lo más digno sea dignificar a quien podamos, uno a uno, en lugar de salir con la marabunta a dar gritos de indignación. Sacudirnos el silencio, pero en voz baja y hablando al oído, o dando palmaditas cuando se pueda.

miércoles, 28 de julio de 2021

Ser como niños

 



Pocos consejos del Evangelio me resultan más desconcertantes que aquél "debéis haceros como niños" (especialmente desde que tengo dos sobrinas pequeñas entre los dos y cuatro años). Tal como está el patio, cabría plantarse ante el Maestro y tener una conversación algo más larga  y acalorada que aquella con Nicodemo, a la fresca de la noche mediterránea.

Me siento de vez en cuando en el parque a observar a los niños y me parece más fácil convertirme en un esbelto camello para pasar por el ojo de una aguja. Los niños dicen siempre lo que piensan, algo que en el mundo de los adultos pocas veces se perdona. Pero a ellos les protege su inocencia. Y dejamos que suelten verdades como puños porque intentamos proteger esa manera inocente, recién estrenada de ver el mundo. Esas pequeñas indiscreciones son el museo donde guardamos las reliquias de la autenticidad.
Los niños no se defienden de la verdad, no se preocupan de si queda bien o mal soltar sus ocurrencias, enfadarse o reir ante las ridiculeces de los adultos. Los niños echan margaritas a los cerdos y a los perros. Acarician a los mendigos, muestran compasión sin complejos; de manera natural son astutos y sencillos, perdonan con cierta facilidad, olvidan todo cuando lo que está en juego es volver a jugar.
También los niños sufren. Son especialmente sensibles a la injusticia y la crueldad (a pesar de que ellos mismos pueden ser crueles e injustos como el que más). Viven confiados y esa confianza desmedida, en un mundo tan medido con baremos menos nobles, es todo un reto para los niños ya crecidos. Qué difícil ser niño. Qué hermoso ser niño. Qué arriesgado, ¡madre mía, qué arriesgado! Y sin embargo... quién pudiera, ¿no?

lunes, 26 de julio de 2021

Apocalíptica y esperanzada

Everest

Para ponerme a tono con los tiempos, he vuelto a ver algunas películas que cuentan historias de catástrofes y situaciones límite. Viven o Everest, por poner un ejemplo de historias reales, donde se muestra (hasta donde el cine da de sí), la capacidad humana de solidaridad para salir adelante aún cuando todo está en contra y empuja hacia el abismo de la apatía y la desesperanza. Una de las reflexiones que se repiten una y otra vez en los testimonios de los Supervivientes de Los Andes es que allí tuvieron dos experiencias muy claras y profundas: la primera, la experiencia de la compañía de Dios, a pesar de la prueba por la que estaban pasando. La segunda, lo poco que necesita el ser humano para vivir y ser feliz. 

Después de más de medio siglo sin guerras en Occidente tras el trauma de la I y II Guerras Mundiales en el siglo XX, las generaciones que estamos construyendo la Historia de este primer cuarto de siglo, parece que hemos olvidado que la verdadera tragedia consiste en el olvido de lo esencial. Sustituimos el bien por el bienestar, la verdad por las certezas que nos permitan ejercer el control sobre lo desconocido, el dolor y el esfuerzo. Hemos ocultado la belleza con la banalidad de modas que se elevan a tal gloria  que da pena. Hemos preferido que los medios nos digan qué pensar, porque pensar por cuenta propia sale caro, por el precio de los libros y el desprestigio social que conlleva, a menos que seas parte del mainstream amaestrado. 

A Dios lo quieren fuera de escena a como dé lugar y se le ataca velada o descaradamente. Las libertades y derechos son machacados en nombre de la seguridad de la tribu, olvidando la máxima que tan bien expresa Javier Gomá en una entrevista (El País, 18 de septiembre 2019): 



Si alguien me preguntase cuál será la gran batalla intelectual, moral y existencial del S. XXI, respondería que, sin duda, será la gran causa de la dignidad humana. Como una gran obra maestra que ha sido retocada y restaurada tantas veces que ha llegado un momento en el que lo que aparece sobre el lienzo no se asemeja a la pintura original, hemos de limpiar, restaurar, y seguir pintando inspirados en este noble concepto que está pidiendo a gritos aparecer, no sólo enmarcado en pan de oro para ser contemplado, sino ser llevado a la vida real, al guion práctico de la vida en todo el mundo, en cada mundo personal. 

Conservar y hacer brillar la libertad de espíritu es una misión que no se puede prorrogar. Porque necesitamos ver , palpar, escuchar cómo hay gente normal que llega a la cima del Everest y muere rescatando a un amigo. Porque si hay un tipo que cruza Los Andes en invierno con ropas de verano y jirones de un asiento de avión sólo para volver a ver a su padre, necesitamos verlo. Porque necesitamos prestar oídos a quienes se oponen a la corrupción del ser humanos a través de ideologías que desconocen, justamente, la grandeza de la dignidad. 

En Everest, hay un diálogo muy bello con mucha enjundia. El grupo que intentará el ascenso, está reunido en el campamento base tomando un trago alrededor del fuego. Uno se pone en plan profundo y pregunta a cada uno: ¿Por qué subes el Everest? Y uno de ellos responde:

 "Hay una escuela primaria donde vivo y estuve hablando con esos niños que me ayudaron para reunir el dinero para poder venir y me dieron una bandera para la cumbre. Así que pienso que, tal vez, si ellos ven que un tipo cualquiera puede perseguir sueños imposibles, tal vez eso los inspire a hacer lo mismo. Voy a escalar el monte Everest porque puedo. Porque siendo capaz de subir tan alto y ver ese tipo de belleza que nadie ve nunca, sería un crimen no hacerlo."

No sigo con la historia de Doug para evitar el spoiler. Sólo añadiría algo a esta magnífica reflexión del personaje: también hay una belleza que casi nadie contempla en las simas, cimas y mesetas de cada persona. Sólo hay que aprender y prepararse para ser digno de confianza contemplar así ese sacro paisaje. Podemos y sería un crimen no hacerlo. 

             


 

 




martes, 23 de marzo de 2021

Los mundos de los niños

Mi sobrina M., que en breve hará 4 años, tiene un poco de lío entre la velocidad digital y la velocidad vital. Ha echado los dientes con la magia del móvil que te da lo que deseas en un segundo y sin rechistar. Los niños van saltando del mundo representado, irreal, tan expedito para satisfacer deseos de inmediato; al terreno de lo cotidiano con su realidad firme y terca en su resistencia al deseo. A veces trastoca el manual de instrucciones, pisa tierra con el chip digital encendido, y el tortazo no se hace esperar. 


El otro día, M. quería jugar con un pony en concreto, de los varios que tiene en la colección que comparte con su hermana pequeña, L. La acompañé hasta el bolso donde los tenía guardados. Mientras yo buscaba con gran parsimonia, ella hizo un barrido rápido con la mano y la mirada, y a una velocidad equivalente a dos clicks, empezó a perder los papeles, dando por supuesto que había perdido al pony. Yo miraba su pequeño y dulce rostro, que mostraba sucesivamente un poco de angustia, enojo, frustración; hasta llegar a la desesperación y el llanto. 


-¿Qué te pasa?, le pregunté.

-¡No está mi pony!, respondió entre sollozos. 


Le hice una caricia y le dije, con un tono sereno y una sonrisa, que no se preocupara tanto, que no lo había encontrado todavía porque la búsqueda aún no había terminado. Ella me aseguraba que no, como dando por supuesto que su búsqueda se había acabado y que del pony no había ni rastro. Me enterneció su certeza. Ella pensaba, con seguridad, que no había más exploración posible. Cuando se tranquilizó, le propuse buscar a mi manera, con calma. Incluso conseguí que se riera gritando como capitán de caballería arengando a su ejército: 


- ¿Cómo vamos a buscaaaar?

- ¡Con caaalmaaa!, gritaba ella entusiasmada con la misión. 


Así que fuimos sacando los juguetes del bolso, uno por uno, llamándolos por sus nombres, conforme salían de su pesebrera abolsada. Casi no quedaba nada dentro y, al final, apareció la bendita Applejack, tamaño microbio, en una esquina, medio escondida en un rincón de tela. M. la sacó y se puso eufórica. 


- ¡Mira tía Co! ¡Aquí está, no se perdió!

Yo celebré con ella y volví al juego de la caballería. 

- ¡A ver, M.! ¿Cómo la encontramos?

Silencio... me acerqué a su oído para chivarle lo que esperaba que respondiera: buscando, ¡con calma!

- ¡M.!, ¿cómo encontramos a Applejack?

- ¡Buscando con calma!

- ¿Cómo?

- ¡Buscando con calma!


Lo repetimos 5 o 6 veces, con cosquillas y carcajadas intercaladas, y volvimos a guardar la mini yeguada en su sitio. Poco después, vino L. (dos años y medio) y quiso incorporarse al juego. Quería a la princesa no sé qué. Y antes de que L. pudiese asomar las narices al bolso, saltó M. muy convencida: "a ver, L., no te peocupes, la vamos a encontas, buscando con caaaalma."


Si siempre ha sido importante educar a los niños en las virtudes, que son los músculos de la voluntad, ahora es todavía más urgente. Hay una competencia desleal entre los dos mundos en los que viven, el real y el tecnológico-digital. Los niños necesitan aprender a diferenciar cómo actuar en cada uno, sin mezclarlos. Es fácil rechazar lo que es arduo y requiere esfuerzo, que es casi todo lo que merece la pena en esta vida. M. no era consciente de que, jugando, estaba aprendiendo a ejercitar la paciencia y la perseverancia. Da igual que no sepa ponerles nombre como a los ponys. Lo importante es que sepa hacerlo y que lo haga constantemente hasta que se vuelva parte de su diminuta naturaleza en crecimiento. Necesitan contar con esas capacidades, cuanto antes, mejor.


Necesitan saber cómo se maneja la tecnología que tienen a la mano, pero, fundamentalmente, necesitan saber manejarse a sí mismos, poder disponer de sí y, en la misma medida, estar disponibles para los demás. Saber apreciar lo real con sus resistencias y dificultades, sin pedirle que funcione como una búsqueda en Youtube. Necesitan aceptar que la realidad se resiste y que eso no es un problema, sino un reto. Necesitan experimentar la satisfacción de conseguir lo que no está a su alcance con un movimiento de su dedo, sentir cómo protagonizan sus acciones y sus logros. No lo tienen fácil y, menos aún, los padres. La vida propone, a niños y adultos, entrar en el juego en el que yo me zambullí con M. Todo llega, todo se alcanza, siempre que valga la pena buscarlo: con calma. 

viernes, 19 de marzo de 2021

Enredada en las redes


La profusión de redes sociales exige una gran disciplina para no terminar en un enredo entre tiempo perdido y tiempo ganado, jerarquía de prioridades o caos. Personalmente, soy como el pescador novato, al que pone entre las cuerdas, su meritorio afán de pescar. Para evitarlo, trato de mantenerme a raya, poniéndoles cota de tiempo y hora del día. Me sale fatal y sigo enredándome. A pesar de los buenos propósitos; la tentación de las notificaciones, los debates apasionados, los artículos que escriben mis amigos (y otros grandes columnistas como ellos), me atrapan, sin que yo oponga mucha resistencia.
 

Ahora tomo distancia y veo lo absurdo del asunto. Publicar lo que se escribe, se ha vuelto lamentablemente corriente. Merece la pena ser un editor exigente consigo mismo y no publicar nada que resulte, a la larga, vulgar y ordinario. No hace falta insultar expresamente para insultar al lector inteligente. Basta con publicar cualquier cosa, sin pensarlo mucho, ni releerlo para evitar erratas y errores de bulto.


Es importante reconocer que, en las redes sociales, podemos caer en la ilusión de creernos tiburones, cuando –en realidad– somos un atún más en un banco de atunes. Por eso, sobretodo, es fundamental hacer oídos sordos al canto de sirena que entonan los móviles, atrayéndonos hacia una vida de esclavitud tecno-ilógica. Mejor escribir poco, si lo que escribimos está bien escrito y es bueno. Breve o extenso, si bueno, vale, aunque contradiga a Gracián. 


Y vuelvo al propósito, pero por otro motivo. Cambio de políticas en mi unipersonal editorial digital. Menos, es más: más calidad, aunque implique menos cantidad. Más tiempo para pensar y escribir con tiento y cariño. Publicar sólo lo que, dentro de mis limitaciones, pueda ser apreciado por mis lectores (no mis seguidores, que no son –necesariamente– quienes me leen). 


Desenredarse, en ambos sentidos, puede constituir una virtud específica en los tiempos que corren, y corren mucho. Darle su sitio al Κρόνος y al καιρός, es decir al implacable e imparable tic-tac, que vuelve pasado al futuro con tanta rapidez; y también al remanso del tiempo en pausa, que es el que cuenta para contar nuestra propia historia. De ahora en adelante, procuraré escabullirme de los pescadores, de los que pescan con red y de los que pescan con línea. 

viernes, 26 de febrero de 2021

Líber et libertas


Lo mejor de mi conferencia para mi ingreso formal en el Grupo América, hace ya algunos años, fue el coloquio. No suele ser lo habitual, pero como estábamos muy a gusto, el presidente accedió a que hubiese un turno de preguntas. Susana Cordero, Directora de la Academia de la Lengua (Ecuador), había tomado algunas notas durante la conferencia. Yo me había referido a la afinidad entre el latín liber y libertas. No hay entre ambos parentesco etimológico, pero sí una afinidad de sentido muy profunda. Años después, Luciano Canfora usaría ese dúo, libro y libertad para su ensayo publicado en español en 2017 por la Editorial Siruela. 

Los buenos libros nos liberan: de la abrumadora practicidad del presente y sus circunstancias, del espacio y el tiempo en que vivimos, de los límites para poder conocer a más personas y personalidades. Los libros nos proporcionan el billete para un viaje a otras épocas, a otras situaciones -a veces tan parecidas a las nuestras- desde una mirada diferente. Nos presentan interlocutores interesantísimos con los que se puede extender el diálogo interior por tiempo indefinido.


Susana, sin embargo, preguntaba por la relación entre el libro y la libertad, pero desde el punto de vista de la creación. Su pregunta (no es literal): ¿Cómo se gana libertad cuando escribes, cuando creas? Me quedé un momento pensando en la respuesta. Todavía sigo dándole vueltas. Es una pregunta profunda. Lo que me vino a la mente en ese momento, lo sigo sosteniendo y procuro ampliarlo. 

Cuando hay cierta sensibilidad ante la Belleza, hay momentos de epifanías concretas. Puede ser algo vivido en primera persona, o contemplado en otros lugares, en otras personas, en ciertas situaciones. Entonces, la Belleza se concreta y te invita a procurar decirlo. Quedas atrapado por ese glance momentáneo, capturado por él para a su vez liberarlo del espacio reducido de tu personal experiencia. Y como no hay libertad sin lucha, empieza la pelea denodada, con las palabras en mi caso, para intentar llevar esa experiencia a otra nueva concreción. 

El reto está en no traicionar la grandeza de aquello que se ha visto, en no traicionar lo bello, en ser un mensajero fiel. No siempre se consigue. Pero cuando sucede, cuando un poema refleja algo de esa grandeza a pesar de las limitaciones propias y del lenguaje, entonces se experimenta una liberación y una alegría que no se compara con casi ninguna otra experiencia humana. 

Por una vez, cuando sucede, la necesidad de compartir algo grande, más o menos se consigue. Se ha transformado en algo tangible, realizado en el lenguaje, destemporalizado por la escritura. Allí, justo allí, se abraza la libertad de la creación. Cuando tienes la gracia, en todos los sentidos, de contemplar y hacer posible la contemplación. Aunque sea de una parte pequeñísima de la belleza intrínseca de la vida, incluso cuando la belleza duele. 

viernes, 19 de febrero de 2021

Una pluma y un amigo


Tengo una pluma nueva, barata y azul, de punto medio. La última que tuve se me perdió en la mudanza. Echaba de menos escribir con pluma, el ritual de rellenar el cartucho con tinta, esa sensación diferente que hace que los trazos sean más míos, según va dando de sí el plumín hasta acoplarse a mi pulso. Hace ilusión estrenar cosas nuevas. Pero, no hay nada como sentirlas ya tuyas, un poco envejecidas, sin resistencias. Como dice un aforismo de Enrique García-Máiquez: "Los objetos también se domestican."


Son esos objetos y lugares con las que nos sentimos como con las viejas amistades. Esos amigos con quienes no hace falta acomodarse y discernir prolijamente qué decir o qué hacer. Con ellos basta juntarse y todo lo demás se acomoda al nosotros. De esas amistades hay pocas. Y qué pena cuando, como la pluma, se pierden en una mudanza de carácter o de circunstancias. Y por otra parte, qué bueno; porque las personas no se domestican, no sin dañarlas. Se conocen, se acompañan, se aceptan y se quieren. Y, en todo caso, a través de la amistad, se domestica el carácter de cada uno, libremente. Cada uno lo hace consigo mismo, para estar a la altura del otro. Aquel refrán, uno poco gastado que dice que "quien tiene un amigo, tiene un tesoro", se podría interpretar desde esta perspectiva. Sí, es un tesoro,  y esas grandes amistades han contribuido, sin duda, a pulir el diamante en bruto. 

Cocinando

Hoy he querido caramelizar unas nueces y se han quemado. Cada vez me gusta más la cocina, sobre todo porque allí no hay engaño posible. Cada...